Algo perjudicial para la salud debe tener la televisión cuando reiteradamente se recomienda pasar de ella. Hombre, alguna que otra serie, películas siempre y cuando sean buenas y no los tostones que acostumbran, los informativos para permanecer precisamente informados y, la verdad, poco más. Nos han llenado las teles de tertulias y debates que, dependiendo del canal de que se trate, son de un signo o de otro. Lo justo para cabrear o contentar al espectador dependiendo también de lo mismo, amén de la tele basura correspondiente por lo que, sea dicho de paso, hay que ver lo justito. Donde esté un libro que se quite la pequeña pantalla.

Estos días estoy leyendo un libro que recomiendo, aunque para gustos se hicieron los colores. Su título: "Lo último que verán tus ojos". Su autora: Isabel San Sebastián. Es una historia vibrante, repleta de acción, intriga, romance e historia, mucha historia. Por cierto, Isabel estará en Zamora el día 3 de noviembre presentando precisamente este libro que ha logrado atraparme. Pero, volviendo a la tele, un veterano actor de la categoría de sir Anthony Hopkins, que está triunfando con la serie de televisión "Westworld" aconseja no ver la tele porque "envenena el cerebro". No me extraña que haya tanto cerebro hecho fosfatina y con la pertinente empanada mental, de tantas horas de televisión como tiene que soportar.

De hecho, Hopkins no tiene televisor alguno en su casa, mejor, más tiempo disponible para sí y para los suyos. En su opinión la tele puede convertir al espectador en, tome nota, por favor: "un cínico, desgraciado, nihilista". ¡Sopla! De otro actor no lo tendría en consideración, pero de sir Anthony, sí. Es uno de los miembros de la inmensa familia del Séptimo Arte más inteligente, más preparado, un intelectual. No hay más que ver cómo borda sus papeles. No todos los actores tienen su versatilidad llevada siempre por los cauces de la inteligencia.

Estoy completamente de acuerdo con el actor cuando dice que "nos hemos alienado viendo la televisión todo el tiempo". Roba mucho tiempo y resta intimidad a la familia. Encenderla mientras se almuerza o se cena en familia es no prestar atención a lo verdaderamente importante: la conversación, el cambio de impresiones, todo lo que conduce a ese diálogo familiar que no puede ni debe romperse y mucho menos a causa de la tele. Ni porque sea un informativo, ni porque sea una película por mucho que llegue precedida, gracias a la publicidad, de peliculón. Ese rato familiar no tiene precio.

Lo grave es cuando la tele atrapa y se mete como una droga en el cerebro, en los hábitos, en las costumbres. Cuesta desconectar. Hasta el punto de que hay quienes duermen en pareja, otros solos con sus sueños y mucha, cada vez más gente, con el mando a distancia como compañero de piltra. Llegar a casa y darle al botoncito infernal se ha convertido en algo automático que nos lleva a lo mismo. El "sillón ball" es lo que tiene, que suele llevar aparejado al televisor como compañero de ese "far niente" que de "dolce" no tiene nada, si acaso de alienante, como señala el protagonista de "El silencio de los corderos" y que, para más inri, además de envenenarnos el cerebro, nos puede hacer desgraciados, cínicos y nihilistas. ¡Lo que nos faltaba!