No se sabe la credibilidad que tendrán las encuestas electorales en Estados Unidos, pero el caso es que a menos de un mes de los comicios presidenciales del 8 de noviembre próximo la candidata del Partido Demócrata -una izquierda light, socialdemócrata como mucho, más progresista- Hillary Clinton, lleva ventaja en prácticamente todos los sondeos, aunque la diferencia de alrededor de cinco puntos no sea aún definitiva para cantar una victoria de la que sin embargo pocos dudan.

La esposa del expresidente Clinton y secretaria de Estado con Obama puede llegar fácilmente a ser la primera presidenta del país más poderoso del mundo. Seguramente, más que por sus méritos o aciertos respecto a la política que promete y difunde, por la virulenta personalidad de su contrincante del Partido Republicano -estrictamente conservador y hasta ultraderechista-, Donald Trump, un multimillonario rompedor y polémico que hace tiempo que decidió llegar a la Casa Blanca.

Sin parar en barras, atacando a todo lo que se mueve, mostrándose como es o parece ser: todo un energúmeno, que se deja llevar por su verborrea desatada, que no ha ocultado ni su racismo contra los hispanos inmigrantes ilegales, ni su machismo, ni otras de sus muchas peculiaridades que le han llevado a perder muchos apoyos en su propio partido, incluso tratando de apearle de su condición de candidato. A su favor cuenta con su lucha contra lo políticamente correcto a base de una dura sinceridad que llama a las cosas por su nombre, o por el nombre que Trump cree, y que le ha deparado igualmente numerosos seguidores y adeptos en una sociedad muy envejecida también y muy pendiente de la recuperación de lo que los estadounidenses entienden y estiman como sus valores tradicionales.

Enfrente, Clinton, aunque sea la favorita para ganar estas elecciones, no es una mujer que haya despertado nunca mucho entusiasmo ni simpatías, ni cuando fue la primera dama nacional siendo su esposo, Bill Clinton, el inquilino de la Casa Blanca, ni como política al servicio de Obama. Se confiesa en sus libros como una persona muy preocupada por la realidad social de su país, que considera injusta, y esa es la baza que juega de cara a la cita en las urnas de noviembre. Su imagen fría y distante, los casos de acoso sexual de su marido, como el famoso de la becaria Lewinsky, la denuncia pública que pesa sobre ella de poner en peligro secretos oficiales por unos emails enviados desde direcciones privadas, y sus oportunistas elogios al capitalismo de Wall Street ahora revelados, van a motivar que gane pero sin despertar grandes elogios ni generar apenas expectativas ni esperanzas.

El segundo debate entre Trump y Clinton no tuvo ganador claro, si es que lo tuvo. Ella atacó apoyándose en el video que se había difundido, un video de hace una década con declaraciones ofensivas contra las mujeres, pero Trump se presentó con cinco señoras que habían denunciado ser acosadas por Bill Clinton, y aseguró que si ganaba llevaría a la cárcel a la candidata por los emails difundidos. Genio y figura. Puede que fuese conveniente el cambio, pero ganará la candidata demócrata, el mal menor.