La vieja consigna de los nostálgicos, "contra Franco se vivía mejor", traduce un espíritu a la contra, un desasosiego que focaliza la causa del malestar en el poder y su dominio. Desde el final de la dictadura, los nacionalistas cambiaron la oposición al dictador por la oposición al nuevo régimen democrático. Contra Madrid, capital del Estado, se cebaban todas sus críticas. Durante años han elevado el agravio y el victimismo de anécdota a categoría. Todos los males de la sociedad eran achacados al Gobierno central, fuera este de un signo u otro. En la larga era del pujolismo, los nacionalistas catalanes no estaban a gusto en España, aunque aceptaran a regañadientes la legalidad democrática. Ahora, al desvelar su genuino rostro independentista, repudian la Constitución que sus convecinos, como el resto de los españoles, votaron con más de un 85% de apoyo, y recusan el marco jurídico. No solo no acatan las sentencias de los tribunales, sino que insisten en que no les afectan, porque las decisiones emanadas del Parlamento de Cataluña están por encima de la Constitución y las leyes.

El lunes, Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat, vino a Madrid, en un desayuno organizado por la agencia Europa Press, para publicitar la insumisión de su Gobierno y anunciar su disposición al diálogo. No vino a negociar la convocatoria de un referéndum de autodeterminación, sino a ofrecer un pacto sobre la fecha, la pregunta y la implementación del referéndum vinculante para la independencia que propuso al Parlament de Cataluña y este aprobó, dentro de la hoja de ruta para la desconexión con España. "Nuestra obligación es sentarnos en una mesa política, no en el banquillo de los acusados", se lamentó. "El independentismo existe, aunque gires la cabeza y hagas como que no lo ves".

Como sus amigos nacionalistas, Puigdemont no desconoce la ley, la desprecia. Sabe que el cargo que ocupa y el parlamento que lo nombró existen por la Constitución y las leyes democráticas que repudia. Sabe también que sin respeto a la ley no hay democracia, pues las libertades políticas que ejerce solo son posibles porque hay una ley que las ampara. Hace casi un año que el Tribunal Constitucional anulaba la Declaración de independencia del Parlament y avisaba de las consecuencias penales que pudieran afectar a sus promotores. "La Cámara autonómica no puede erigirse en fuente de legitimidad jurídica y política, hasta arrogarse la potestad de vulnerar el orden constitucional que sustenta su propia autoridad", advirtieron los jueces. Él y sus correligionarios lo saben, pero no les importa, porque dicen que primero está lo que la gente quiere y no la sujeción a la ley que nos hemos dado. Primero la voluntad de ser; después, el deber de respetarla.

La nación como voluntad de ser fue una idea que Ernest Renan defendió tras guerra francoprusiana que entregó Alsacia y Lorena al Imperio alemán. El pensador francés quería ayudar a los alsacianos en su deseo de liberarse del dominio prusiano. De expresión diacrónica de un pueblo, legitimadora de la soberanía ciudadana frente a la del rey, Renan proponía la nación como un sentimiento compartido de pertenencia, una voluntad de ser y de querer estar juntos, "un plebiscito de todos los días". Esta idea de nacionalismo voluntarista dio alas a los particularismos, que con tanta sagacidad describió Ortega, y cuyos excesos trataría de frenar Renan con el principio del umbral mínimo. Para ser nación, a la voluntad de ser había que añadirle una cantidad de masa, advirtió. Pero ese umbral mínimo fue interpretado a petición de los interesados, y una proliferación de demandas nacionales se extendió por toda Europa. Las viejas naciones quedaban fragmentadas -en el ideal nacionalista-, por comunidades que se reclamaban nación. Lengua, religión, tradiciones, folclore, gastronomía, etc., constituían el acervo cultural que los nacionalistas acopiaban como fundamento histórico y de derecho. Porque una nación, aunque no esté reconocida, aunque sea ignorada, posee la legitimidad para dotarse de un Estado propio que gestione sus recursos y administre sus leyes.

Para los nacionalistas los ciudadanos no cuentan. No piensan en ellos cuando toman decisiones contra la ley, es decir, cuando prevarican; tampoco, cuando proponen una declaración de independencia unilateral para unos territorios, ni cuando delimitan su extensión o definen la comunidad que pretenden separar del resto de la nación. No son los derechos de los ciudadanos, que la ley y la nación amparan, lo que les interesa, sino los de esos territorios que ocupa la comunidad diferenciada que llaman nación. Lo importante es la voluntad de ser que les sirve de fundamento; lo secundario, que esa voluntad de ser sea compartida por el resto de los individuos que también los habitan. Frente a esta pulsión disgregadora, Ortega proponía "un sugestivo proyecto de vida en común", pero no ignoraba la dificultad de vencer mediante la persuasión "intereses particulares, caprichos, vilezas y pasiones". Amparados en esos prejuicios "instalados en la superficie del alma popular", los nacionalistas añaden ahora a su causa la inseguridad y el miedo ante la globalización y los cambios en la actual organización política y económica mundial. Los movimientos nacionalistas son hoy, como dice Hobsbawm, "reacciones de debilidad y miedo, intentos de levantar barricadas para tener a raya las fuerzas del mundo moderno". Reacciones de debilidad y miedo que merecen nuestra comprensión y ayuda, pero que no añaden razón ni legitimidad al afán secesionista.