Mediado el siglo X nace en Tarazona, en el seno de una familia noble, el que llegaría a ser san Atilano. Desde su infancia y más tarde en la adolescencia fue instruido en los distintos ámbitos del saber y de las armas, destacando en todos por su constancia y destreza. Con todo, la religión despertó en él un especial fervor.

Se desplazó a la comarca de Cabrera, en el reino de León, reuniéndose con monjes eremitas con los que se dedicó a la oración. Fue en esa región leonesa donde conoció al que sería san Froilán. Ambos entablaron una gran amistad y fundaron monasterios. Más tarde, por orden del papa, fueron investidos obispos, Froilán de León y Atilano de Zamora.

Pasaron algunos años y, aunque Atilano estaba muy orgulloso de su Diócesis, entre la peste que diezmaba la población, la sequía que destrozaba las cosechas y las incursiones de los musulmanes que causaban graves estragos, decidió abandonar la Diócesis y peregrinar a Tierra Santa para ganar indulgencias y pedir por Zamora.

Al salir de Zamora por el viejo puente romano cae en la cuenta de que llevaba puesto el anillo siendo una insignia que podía delatar su condición en un peregrinaje que pretendía hacer de incógnito. Decide arrojar el anillo al río pensando que si algún día regresaba lo recuperaría.

Durante dos años vive de limosnas, siempre pensando en Dios y en Zamora. Una noche, en sueños, oye una voz que le anuncia que sus oraciones han sido escuchadas y que puede regresar a Zamora.

Muy contento, camina durante meses y antes de entrar en la ciudad decide pasar una noche en un albergue-hospital cercano al Santo Sepulcro denominado San Vicente de Cornú, donde los ermitaños que cuidaban del hospedaje, considerándole un mísero peregrino, le pusieron de comida un pez que aquel día habían extraído del Duero. Halló entonces el incógnito prelado en el vientre del pez el anillo que había arrojado al río, y postrándose de hinojos al contemplar aquella maravilla, dio gracias al cielo por tan manifiesta prueba de misericordia. Simultáneamente las campanas de la ciudad comenzaron a lanzar al aire sus metálicos sonidos sin que nadie las tocara y las humildes ropas de peregrino se mudaron por arte sobrenatural en los atavíos episcopales.

El papa Urbano II elevó a los altares el nombre de san Atilano, fundándose una ermita con su advocación en el albergue de San Vicente de Cornú, que más tarde vino a ser el cementerio de la ciudad bajo la propia advocación de san Atilano, cuya onomástica se celebra el 5 de octubre como patrono de la Diócesis de Zamora.