Todavía existen tribus ágrafas, que no conocen la escritura, que quieren recordar eternamente la historia de sus hechos pasados y cuentan con ancianos que han dedicado toda la vida a aprenderlos de memoria y a recitarlos a los demás, para que alguien recoja el testigo y pueda a su vez trasmitirlos, porque sienten la necesidad de que quede constancia de su paso por el mundo.

Siempre el hombre ha buscado y ha querido poseer el don de la inmortalidad, vivir más, sentirse joven, demostrar en numerosas ocasiones lo que uno no es y dejar huella de sus hechos.

Se conoce alguna que otra excepción, entre ellas destaca la tribu Pirahá de la Amazonía brasileña. Su forma de vida, así como su lengua rudimentaria fueron estudiadas por un pastor que se fue hasta allí con su familia para convertirlos, Daniel Everett, aunque ocurrió lo contrario. Ellos se autodenominan, "los cabezas rectas" y a los extranjeros, "los cabezas torcidas". Son felices, y se sienten irremediablemente finitos, tal como lo comprobó su descubridor, porque en su mente solo se constatan las experiencias inmediatas, carece su lengua de ideas de pasado y de futuro, solo cuentan con presente, no usan números, ni colores, ni pronombres, ni tienen conciencia de dioses, ninguna abstracción ha entrado a formar parte de su mundo, tampoco poseen conciencia histórica y no se acuerdan ni del nombre de sus cuatro abuelos. Se comunican silbando, cantando y tarareando. Los hombres manejan 8 consonantes (las mujeres 7), también 3 vocales. Es una interesante excepción, porque dominan la gramática de la felicidad. No se preocupan de lo de antes ni de lo de después.

Frente a estos raros ejemplos, muchas personas se creen inmortales, imprescindibles en el sentido real del término, fundamentalmente los adolescentes, no todos, por supuesto, los que solo piensan que el peligro no está hecho para ellos y que afrontan todo a pecho descubierto, porque eso lo llevan impreso en los genes de la edad, y también la mayoría de los políticos -no discuto que haya algunos que no entren en esta clasificación, pero estos últimos son la aguja del pajar-, estas categorías sociales se aferran al mágico sonido de su nombre, piensan que todo ha sido creado para que ellos puedan disfrutarlo y dirigirlo a su antojo, se sienten indispensables, y si las cosas no marchan como ellos quieren, porque están instalados en la creencia de que el mundo les es hostil, patalean, gritan, se cabrean, saltan, gesticulan a veces de forma esperpéntica, porque con ello creen convencer a los que tienen delante con sus salidas de tono, y es entonces cuando las personas nos damos cuenta enseguida de que sus despropósitos no van a tener nunca fin, también entendemos que su sufrimiento psicológico los acabará conduciendo a un fracaso anunciado, porque dejan entrever que lo único que los mueve son sus apetencias personales, pillar sillón y retiro de lujo (muchos de ellos no tienen oficio, ni beneficio) y que el bien común o el fructífero devenir de los pueblos es la excusa en la que creen a pies juntillas para poder medrar, que es su verdadero y único objetivo.

Mantenemos, en general, la falsa creencia de que existen algunas medicinas que nos ayudan a superar este mal tan extendido de sentirnos eternos y salvadores de los demás, cuando en realidad estamos sujetos al cambio continuamente, y uno de esos posibles remedios es la buena literatura, porque en las obras literarias podemos encontrar respuestas a muchas de nuestras actitudes, emociones, apetencias, situaciones incomprensibles, ya que casi todo está escrito, y soñaremos con todas las vidas que podríamos vivir, aunque si la memoria no nos fallara, anhelaríamos ser un paréntesis entre dos eternidades, como defendía mi admirado Octavio Paz.

Hay escritores que expresan maravillosamente reflexiones sobre la impermanencia a la que estamos unidos irremediablemente y he elegido algunos de ellos para constatar tal afirmación, aunque solo se trate de falsas coartadas para aligerar la incertidumbre de la existencia.

Este poema fue escrito por Omar Kayam, un poeta persa, astrónomo y matemático de los siglos XI-XII, un hedonista amante del vino y de la belleza. Escribió sus más de 1.000 estrofas o rubayatas (cuartetas) libre de dogmas y doctrinas, centradas en un escepticismo extremo, que puede servir de respuesta para parte de algunos de los lectores: "El Viento del Sur marchitó la rosa/ que fue alabada por el ruiseñor/ ¿Debemos llorar por ella o por nosotros?/ Cuando la Muerte marchite nuestra belleza/ otras rosas florecerán./ Olvida que alguna vez debiste ser recompensado/ Sé feliz./ No te lamentes./ Nada esperes./ Lo que ha de ocurrirte, escrito está en el libro/ que ojea al azar el Viento de la Eternidad".

Y no quiero "olvidarme" de esta novela que me citó una amiga y que les recomiendo vivamente, "El olvido que seremos", del escritor Héctor Abad Faciolince, seguro que les hará pensar.

En ella el autor recrea la vida de su padre, el médico colombiano Héctor Abad Gómez, para que fuera recordado, rescatándolo del olvido, el cual fue asesinado en 1987 por fuerzas paramilitares en Medellín. En ella se mezclan biografía, historia, literatura, recuerdos de un pasado que ya no existe?

El título pertenece a un poema que encontró en el bolso de su chaqueta, escrito a mano por su padre y llevaba la firma JLB. Tras numerosas pesquisas se demostró que la autoría pertenecía a Jorge Luis Borges, bajo el título "Aquí. Hoy". (Ya el título entronca con los Pirahás). Y en el primer verso subyace la Rima XLVI de Béquer y uno de los poemas de Cernuda, de su libro "Donde habite el olvido".

El poema de Borges empieza así: "Ya somos el olvido que seremos/ el polvo elemental que nos ignora/ y que fue el rojo Adán y que es ahora/ todos los hombres, y que no veremos".

Y el novelista paradójicamente queriendo reivindicar la figura de su padre escribe esta bellísima reflexión melancólica, que no quiero dejar de reproducir aquí, ante la constatación oracular de que siempre es frágil la memoria de los hombres, sin embargo, la muerte viene a liberarnos del sufrimiento que es innato en casi todos los hombres por la angustia de existir.

"Todos estamos condenados al polvo y al olvido [...]. Sobrevivimos por unos frágiles años, todavía, después de muertos, en la memoria de otros, pero también esa memoria personal, con cada instante que pasa, está siempre más cerca de desaparecer. Los libros son un simulacro de recuerdo, una prótesis para recordar, un intento desesperado por hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito. Todas esas personas con las que está tejida la trama más entrañable de mi memoria, todas esas presencias que fueron mi infancia y mi juventud, o ya desaparecieron y son solo fantasmas, o vamos camino de desaparecer, y somos proyectos de espectros que todavía se mueven por el mundo. En breve todas estas personas de carne y hueso, todos estos amigos y parientes a quienes tanto quiero, todos esos enemigos que devotamente me odian, no serán más reales que cualquier personaje de ficción, y tendrán su misma consistencia fantasmal de evocaciones y espectros, y eso en el mejor de los casos, pues de la mayoría de ellos no quedará sino un puñado de polvo y la inscripción de una lápida cuyas letras se irán borrando en el cementerio. Visto en perspectiva, como el tiempo del recuerdo vivido es tan corto, si juzgamos sabiamente, "ya somos el olvido que seremos", como decía Borges. Para él este olvido y ese polvo elemental en el que nos convertiremos eran un consuelo "bajo el indiferente azul del cielo". Si el cielo, como parece, es indiferente a todas nuestras alegrías y a todas nuestras desgracias, si al universo le tiene sin cuidado que existan hombres o no, volver a integrarnos a la nada de la que vinimos es, sí, la peor desgracia, pero al mismo tiempo, también, el mayor alivio y el único descanso, pues ya no sufriremos con la tragedia, que es la conciencia del dolor y de la muerte de las personas que amamos".