Esta ciudad nuestra en la que hemos vivido durante los últimos cincuenta años del pasado siglo tiene mucho de un sueño que hasta nos lo habíamos creído de veras. La ciudad era como una aparición fantástica que flotaba sobre un paisaje mortecino con un sentimiento de intemporalidad inmersa en ese aroma propio de las cosas del pasado. Pero seguimos convencidos de que hay que mantener vivo el discurso de la ciudad y de que se siga renovando, aun a sabiendas de que esa realidad se intente tapar con múltiples caretas. Así, la tarea está clara: tenemos que seguir imaginando todas las razones y accidentes posibles que han dado forma a esta ciudad que hemos vivido. Sentiremos la náusea por los imprevistos fallos en su perfeccionamiento, formas que con su carga equívoca hicieron que su destino mejor se frustrase. Toda esta amalgama que es la ciudad actual se nos muestra como en una imagen de espejo cuarteado, en el que tantas cosas aún reconocemos como propias, pues los recorridos que hace la memoria, insistentes una y otra vez, nos desvelan junto con esa realidad que aparece en un firmamento tachonado de citas y trazas de su pasado heroico, también las de un presente opaco de perfiles equívocos.

Hemos propuesto una visión paralela de dos parajes singulares de la ciudad, y que en un momento dado de su historia fueron espacios que simbolizaron sus cualidades más elevadas y que siguen siendo los polos que dieron sentido a un desarrollo, que desgraciadamente no alcanzó las previsiones que prometían. ¿Podrán servirnos como un alfa y omega de la ciudad, que nos devuelvan la ilusión por recuperar esas cualidades que la hacían irrepetible?

Pongamos en consideración la explanada de la Catedral y la antigua avenida de Requejo. Son espacios que tenían la consideración de "sitios", por esa carga simbólica que habían alcanzado, bien por la acorde conjunción de sus edificaciones o por el uso que se había convertido en una costumbre enraizada en la vida de la ciudad. Ni son contemporáneos en su desarrollo ni han alcanzado un estado análogo en su maduración y decaimiento.

El paseo de la avenida era el lujo que se había dado la ciudad. No en vano era la corona que remataba toda la renovación del casco de la ciudad en la primera mitad del siglo pasado. Sus orígenes no eran nada brillantes porque no fue el espacio elegido dentro de los planes de la ciudad, que concretamente coincidían con la actual avenida de Las Tres Cruces. Además estaba delimitada por josas de diferente tamaño y era la carretera de entrada a la ciudad preparada para los nuevos vehículos motorizados. Pero estaba en la prolongación del nuevo eje urbano de Santa Clara. Su apropiación como paseo se hizo tras un tira y afloja con Obras Públicas que no quería renunciar a su papel de arteria urbana. Pronto este espacio se vio rodeado y enriquecido por variados y elegantes edificios ajustados a las dimensiones de las citadas josas. Había chalés, hoteles como los de las "banlieus" de París, bloques con los atributos modernos de la arquitectura llamada regionalista. Y no se olvide, un templete para la música que reunía en su torno y a sus horas, a familias, niñeras y reclutas. También había un chalé de estilo tirolés, con unas empinadas cubiertas de pizarra, en donde vivía un guarda al que procurábamos evitar. Merece especial mención la frondosidad de los árboles y macizos, que establecían las compartimentaciones del espacio: en un lado los mozalbetes bullidores atropellando todo, en otro los señores respetables, las niñas jugando aparte y las niñeras con la prole infantil atendiendo a los moscones de uniforme. Esta instantánea recoge el tipo de público, digamos, de forma estática. Pues faltaba lo que era más espectacular: el paseo animado, que se desarrollaba a lo largo de la antigua carretera, ocultada bajo un enlosado que permitía andar sin levantar polvo: un salón en movimiento, cruzado de miradas y mohines.

¿Por qué todo esto desapareció? Parece que ya faltaban los niños, las niñeras, los reclutas y los ancianos. Los jóvenes paseantes se habían hecho mayores y eran ahora los mandamases de la ciudad y en un momento se dijeron: Lo mismo que se hizo con la calle Santa Clara para renovar todo el sector residencial con nuevos edificios, pues aquí aplicamos lo mismo y además hacemos el gran negocio. Así que no tuvieron piedad con los recuerdos. Y esta es la señal que preludia el agotamiento del modelo de vía urbana y comercial, la que articuló el gran comercio zamorano. Se cierran este tipo de establecimientos y se produce la emigración de la generación de empresarios que promovieron este tipo de negocios.

Algo gordo se jugaba, pues para hacer el cambio urbanístico de toda la zona se encomienda el plan parcial a un órgano estatal del ministerio de Madrid. Así que todo el mundo chitón y aquí no ha pasado nada. Parece que la ciudad disfrutaba de un espacio, demasiado valioso y que nadie había pedido. No nos lo merecíamos, como si el Paseo fuese obra de meras casualidades. Aunque tenía imperfecciones, tenía setos y arbolado que adobaban los dispares elementos que lo componían. Y además era el único lugar en donde la ciudad estaba presente.