Dice Gay Talese que, proporcionalmente, el periodismo es la profesión con menos mentirosos. Y puede que tenga razón el afamado periodista si echamos un vistazo a otros colectivos. Es cierto, al periodista mentiroso se le descubre antes que a otros; está lógicamente más expuesto al bisturí implacable de la opinión pública y publicada. Lo que sucede es que cada vez resulta más complicado discernir la mentira de la verdad y viceversa, y solo ya el tiempo acaba imponiendo su inmarcesible sentencia.

Todos, de un modo u otro, somos víctimas de la mentira. Hay políticos, periodistas y hasta jueces que atraviesan sin rubor y con inusitada frecuencia la delgada línea roja que separa la mentira de la verdad. Son -o, quizá, somos- amantes desenfrenados del funambulismo propio del ser humano, imperfecto por naturaleza.

Ni cien mentiras tienen más fuerza que una sola verdad, ni la mentira es piadosa, expresión eufemística esta última con la que, seguramente, pretendemos expiar nuestras propias culpas.

Tengo casi milimétricamente comprobado que a la gente le da más miedo la verdad que la mentira. Las mentiras nos las creemos sin pestañear, las escuchamos a diario, incluso las leemos en boca de personas de acreditado poder, y nos quedamos tan a gusto. Debe ser verdad aquello de que la verdad escuece y, por ello, preferimos la engañifa, adoptando la cómoda actitud de convertirnos en simples cómplices, como si así nos ganáramos una supuesta indulgencia divina. ¿Se imaginan una sociedad en la que todo el mundo expresara la verdad, la suya, sin tapujos, sin miedos? Pienso en los principales dirigentes políticos de este país, ávidos de repente por exhibir su desnudez lingüística, y no doy crédito a lo que escucho. Leo al día siguiente en el periódico los entrecomillados y aún me lo creo menos. Está claro: nos seduce la mentira, nos hemos acostumbrado tanto a ella, que ya la mismísima verdad nos parece una auténtica falacia. Y así nos va.