Hay instantes de la vida cotidiana aparentemente insignificantes, pequeñeces y cosillas sin enjundia, que dice un buen colega mío, a las que apenas prestamos atención. De las 24 horas del día, de los siete días de la semana, de los doce meses del año y, como resumen, de los 365 días del año (o 366 si tenemos la suerte de que el ciclo es bisiesto), ¿cuántos momentos representan para cada uno de nosotros algo realmente excepcional? Y cuando digo excepcional no me estoy refiriendo a acontecimientos sobrehumanos, a hechos con el sello de históricos, ni a posibles aventuras o desventuras espectaculares, tal vez únicas, irrepetibles y hasta, alguna de ellas, inconfesables. Para todas estas posibilidades todos somos candidatos. Ahora bien, yo no hablo de este tipo de excepcionalidades, sino de otras cosas aparentemente nimias que, sin embargo, son la leche.

Pensemos, por ejemplo, en un padre que va a buscar a su hijo de once años al parque y que, cuando llega, se dispone a jugar al fútbol, a tirarse por la hierba o a participar en el pilla pilla, del mismo modo que los amigos y compañeros del chaval. Muy posiblemente muchos espectadores (padres, muchachos, vecinos o paseantes anónimos) pensarán que el susodicho progenitor está más para allá que para acá, que en la vida hay que hacer cada cosa a su debido tiempo y que eso de confundir el reloj biológico con las prácticas sociales a destiempo es de farmacia de guardia y tratamiento urgente. Lo mismo puede pensarse si, pongamos otro caso, una persona de más de 60 años se comporta como un niño de dos o tres años en pleno periodo preguntón: que por qué esto es así o asá, que si la luna duerme por el día, que por qué pasa lo que pasa, etcétera. ¿Se imaginan las dos circunstancias, la del padre supuestamente chiflado, que regresa a los once años, y la del abuelo, que recupera lo mejor del espíritu infantil?

Pues yo, sí. Y como ejemplo, el que esto escribe. ¿Que qué he hecho? Aparentemente una chiquillada, algo muy infantil: ponerme a jugar al fútbol con chavales de once, doce y trece años, el viernes por la tarde, en uno de esos torneos que inventan de prisa y corriendo, con equipos de tres contra tres, y que gana el primero que meta tres goles en la portería rival. ¡Leches, qué bien me lo pasé! Y no crean que el espectáculo estaba programado. ¡Qué va! Aterricé en el lugar de los juegos y, tras una sencilla pregunta ("Oye, ¿me dejáis jugar?"), me planté bajo los palos, como David de Gea, que con solo estirar el brazo alcanza el larguero de la portería. No es que yo sea tan alto como él, es que la portería era mucho más baja que una profesional, y por eso mis manos llegaban arriba sin dificultad. En resumen, que una supuesta tontería se convirtió en una experiencia gozosa. Y la aproveché. Por tanto, si tienen la oportunidad, disfruten de las menudencias (solo aparentes) de la vida. No se arrepentirán.