Al fin llegaron las lluvias. El martes llovió en media España como hacía meses se anhelaba. El calor y la ausencia de lluvia no solo habían secado las fuentes, sino enrarecido el aire de las ciudades. En la Carrera de San Jerónimo bajaba el agua en tromba arrastrando el polvo y la suciedad acumulada durante el verano, y el aire se volvió limpio, fragante. Había ruido de truenos y relámpagos a lo lejos, como anuncio de la mascletá que comenzaría al día siguiente y que no parará en unos meses. Mientras De Guindos rizaba las neuronas por la tarde para intentar convencer a sus señorías de que los nombramientos discrecionales por parte del Gobierno no son políticos sino técnicos, el Tribunal Supremo abría expediente por la mañana a Rita Barberá por presunto blanqueo en las cuentas del PP de Valencia. Preocupados por el impacto en las elecciones gallegas y vascas y en la negociación para la formación del Gobierno central, los candidatos de su partido le apremian para que tome una decisión rápida y conveniente; es decir, que se dé de baja en el partido y entregue el acta de senadora. "Nos estamos jugando mucho y no nos merecemos ir con este perjuicio a cuestas", dice Alonso en una entrevista en Onda Vasca. Desde Galicia, Feijóo asegura que no duda de su inocencia, pero insiste en la urgencia de la decisión, para "facilitar la gobernabilidad de España y los intereses de la política limpia y transparente". Veinticuatro horas después, la exalcaldesa de Valencia solicitaba su baja en el partido porque este así se lo había pedido y "para que nadie se ampare en mí para responsabilizarme de cualquier perjuicio o para esconder sus resultados políticos electorales". "Había un problema, y lo hemos solucionado", me dice ufano un conocido militante del PP de toda la vida. "Como en el caso Soria, a Rajoy no le tiembla el pulso para zanjar cualquier atisbo de duda en su compromiso con la ejemplaridad y la regeneración". Le recuerdo que en el caso que menciona no fue Rajoy, sino De Guindos, quien resolvió el marrón -aunque fuera a su pesar-, y que hay cientos de casos pendientes. ¿Actuará con la misma urgencia y rigor, pasadas las elecciones o cuándo se forme Gobierno?

Más allá de la condena o absolución que dicte en su día el Tribunal Supremo, el caso de Rita Barberá muestra con meridiana claridad el reto pendiente de la regeneración y la urgencia de acabar con los privilegios injustificados que disponen nuestros políticos. El régimen democrático exige transparencia y ejemplaridad a sus gobernantes, así como igualdad de todos ante la ley, incluidos los cargos públicos. La existencia en nuestro marco jurídico de más de dos mil políticos aforados expresa una anomalía cuya supresión se ha convertido en clamor por parte de los ciudadanos. Desde los fundamentos del Estado de derecho, no es fácil entender que quienes elegimos para gobernarnos dispongan de una jurisdicción especial, como si se dudara de la independencia e imparcialidad de la ordinaria o se entendiera que estos forman parte de una clase privilegiada, sin los mismos derechos y deberes que los demás ciudadanos. Investigada por la trama Taula de financiación ilegal y blanqueo de capitales, la senadora había evitado hasta ahora la justicia ordinaria por ser aforada. Tras el expediente abierto contra ella por el Tribunal Supremo, y la posterior presión de sus compañeros, ha decidido darse de baja en su partido después de cuarenta años de militancia, pero se resiste a entregar el acta de senadora, conservando la condición de aforada. En el comunicado difundido para explicar su decisión, dice que de la resolución del Tribunal Supremo se desprende que "no goza de ningún privilegio, tal como se ha intentado hacer creer a la opinión pública en burda manipulación, interesada políticamente". Pero es difícil sustraerse a la pregunta de dónde procede esa burda manipulación, si de la denuncia del privilegio o de su defensa.

La ejemplaridad y la transparencia no es algo que prime en la política española, en la que numerosos imputados y condenados siguen ostentando cargos públicos con el apoyo de sus respectivos partidos. Por eso, aunque parezca intransigente pedir el fin de los aforamientos y exigir la dimisión de los cargos públicos imputados -como plantea Ciudadanos-, no lo es. Pues si por un lado la justicia debe ser igual para todos, carece de sentido una jurisdicción especial para una parte; y por otro, si el juez instructor entiende que hay "signos racionales de criminalidad" -requisito para la imputación-, tampoco parece desproporcionado separar a los investigados temporalmente de la responsabilidad pública entregada. Como la mujer del césar, los gobernantes no solo debe ser honorables, sino parecerlo.