Ejemplos de espacios públicos como los que he citado en otros artículos, como las plazas Mayor y de la Catedral y que son casos en que su suerte está pendiente de un hilo. Es decir, que dejadas a su aire, terminarán pudriéndose en un triste futuro dictado por el omnipresente juego especulativo que es la regla que manda en esta ciudad. La experiencia que nos han dejado los episodios urbanísticas de la ciudad a lo largo del último medio siglo, no son para echar las campanas a vuelo. Ya me he referido a la transformación de la avenida, que sin duda era el espacio público que daba la medida de la excelencia de este espacio-salón de la ciudad, con unas tipologías arquitectónicas que fueron sacrificadas, para ser sustituidas por los omnipresentes bloques inmobiliarios de las ciudades dormitorio. Y seguimos con el recorrido por los distintos enclaves de la ciudad que han sido sometidos a intervenciones que se han traducido en cambios importantes de su estructura. Y no es un ejercicio masoquista de recordar este tipo de ejemplos. Son relatos que tratan de recrear momentos en que se decidían cambios en la ciudad, y que pasaban inadvertidos para el común de sus ciudadanos, a los que solo les tocaba sentir las consecuencias.

Tengo el recuerdo nebuloso, cuando yo era todavía un niño, concretamente en la actual plaza de Claudio Moyano que tenía una forma diferente pues era una explanada que se cerraba al fondo con un edificio municipal de una planta. Era un espacio sin ningún interés sin perspectiva alguna entre muros de piedra. Este edificio municipal se demolió y con ello cambió el escenario de la calle que se abrió a unas terrazas con vistas al río dominando las cubiertas del caserío del barrio con los nidos cercanos de las cigüeñas y una vieja torre. Fue una decisión acertada, porque actualmente es un paraje de los mas atractivos de la ciudad al que llevamos a contemplar a nuestros visitantes.

Como contraste, tenemos un caso que partiendo de una situación análoga, se resuelve de una manera especialmente negativa para la ciudad. Y es que en la actual plaza de Santa Eulalia existía un mercado que se llamaba del Trigo. Este edificio se situaba sobre la muralla. Por tanto ocupaba un sitio estratégico con vistas al río. Se demuele y los vecinos tan contentos de haber perdido de vista al lío de caballerías y carros, pero en vez de aprovechar ese espacio, como un pequeño parque, que hubiese servido de apoyo al acceso al terreno a nivel inferior del barrio, en su lugar se construyen unos bloques de vivienda con patios interiores, es decir con mucho fondo y así evitar tener que abrir huecos en los muros testeros sobre las murallas. Con lo cual, la panorámica del bloque desde abajo es la de un paredón ciego montado sobre la base de muralla. ¿Qué les parece un vecino tocando una de sus paredes ciegas dentro de su casa y pensando pero qué locura es esta que detrás de la pared está el río y todo un paisaje? De esta chapuza que llevó a edificar un bloque con muros ciegos sobre las murallas, queda el testimonio de este atentado al paisaje de la ciudad. Ahí sigue, al pie de la muralla el espacio libre y sin uso: una escombrera sin esperanzas de regeneración ¿Quién se lucró de esta operación?

Una última reflexión. Es verdad que la cirugía sobre el tejido urbano conlleva pérdidas que se compensan con los beneficios que se pueden obtener. Lo que es sangrante es que la totalidad de los planes y estudios giran alrededor de los beneficios a particulares en exclusiva. Si hay beneficios para la ciudad eso es accidental, incluso sospechoso si la ciudad no paga el favor. Así que cuando se trata de actuar en zonas del casco antiguo se deja que las leyes del mercado orienten el sentido de la actuación, que luego la providencia ayudará. Y esta llega con el dinero exterior con su poder taumatúrquico, que tiene la virtud de despertar deseos reprimidos al allanar las dificultades que todo plan ofrece como ha sucedido con la pretensión de contar con un Museo de Semana Santa al precio de saltarse la normativa básica del planeamiento.