Cuentan los más viejos que van quedando por estas tierras castellanas, que antes salías al campo y veías de todo, pájaros de variadas clases y colores, lagartos, zorros, culebras, pequeños mamíferos. Dicen que ahora, desde hace tiempo, no se ve nada. Que sales a pasear y apenas hay 4 tordos. ¿Dónde fueron a parar todos ellos?

Hace casi 40 años ocurrió un fenómeno que cambió todo el paisaje y relieve de Castilla y este fue el de la concentración parcelaria. Las razones por las que esto ocurrió posiblemente las tenga más frescas el lector de más de esos 40 años, que el que suscribe, que apenas los supera. Parcelas pequeñas y alejadas pertenecientes al mismo dueño, conflictos generados por los deficientes accesos a terrenos sin camino propio, la imposibilidad de utilizar maquinaria pesada en angostos espacios, caminos estrechos y sin mantener, etc. Y entre sembrados, linderas de matorrales, vides y árboles de todo tipo, que cobijaban esa fauna variopinta por la que preguntábamos en el título. Todo esto llevó a un reajuste casi obligado en aquellas grandes extensiones salpicadas de variados cultivos y colores.

Hay quien opina que esta decisión fue un error, que la concentración trajo la extinción; y posiblemente no le falte razón. Una gran escoba barrió toda esa selva multicolor, allanó los terrenos, limpió la vegetación y, con regla y cartabón, sabios ingenieros diseñaron el nuevo reparto de la manera más justa posible (aunque ya sabemos que esto nunca es fiel) dejando la piel de Castilla tal y como ahora la conocemos.

La foto era casi de tablero de ajedrez. Terrenos perfectamente geométricos delimitados por grandes y cuidadas pistas que partían de cada pueblo en todas direcciones. Una vez más, modificamos el entorno a nuestro favor, pero pagando un precio muy alto. En esta nueva distribución, nadie se acordó de fauna y flora. Así, ver hoy en día algo diferente al trigo o la cebada, disfrutar de otro olor que no sea el de la cosecha, cruzarte un día de primavera con una culebra, intuir un lagarto, encontrar un pequeño mamífero, es cada vez más complicado. En la guerra entre el hombre y la naturaleza, nuevamente ganó aquel.

Es cierto que, puntualmente, han crecido o se han mantenido las poblaciones de algunas especies, como ciertas rapaces (milanos, ratoneros, cernícalos) que no son difíciles de observar. Bandadas de perdices o tímidos conejos, posiblemente su alimento impuesto, en ocasiones atraviesan los campos cultivados, pero ya nunca será en la cantidad que algunos recuerdan. A modo de plaga bíblica, cíclicamente se producen invasiones de topillos, señal inequívoca del desequilibrio que provocamos. ¿Será la simbólica venganza de nuestra madre naturaleza?

El otro capítulo es el del uso excesivo y casi irracional de los herbicidas. Pero eso queda para otro día.

Fernando Arranz