El martes en el Congreso se puso en escena una obra ya conocida: la investidura de un presidente. Ya la vimos hace unos meses y resultó fallida. Pero ahora otro actor, más bregado y sólido, más curtido, quiso probar suerte. Mariano Rajoy sabía que sería rechazado, pero tras ocho meses de Gobierno en funciones y los importantes retos que nos apremian, subió al púlpito para intentar convencer a sus señorías de la urgencia de su aprobación. Se anunciaba un tercio de varas con múltiples picadores, pero el acorralado toro no solo salió ileso de las puyas, sino que dejó malheridos a los caballistas.

Con muchas cartas en contra, Rajoy salió a defender la necesidad de Gobierno. Sabía que perdería la votación, pero estaba dispuesto a ganar el debate. Aportó los favorables datos del crecimiento, la salida de la recesión, la creación del empleo, el aumento del crédito; pero se dejó en el tintero los que desvelan la desigualdad, la precariedad y la exclusión social. Contra su brillante elocuencia se estrellaron los torpes alegatos del agravio, la incomprensión y el sufrimiento. Salvo Rivera y Oramas, que ya habían anunciado su apoyo al candidato, la mayoría de los intervinientes creyeron encontrar en el dogmatismo, la hipérbole y la rotundidad la persuasión de la que carecían sus argumentos. Querían decir alto y claro en la sede de la soberanía nacional que la corrupción, la precariedad y la desigualdad tenían un único culpable, el mismo que ahora les pedía su aprobación para formar Gobierno, y que nunca se la darían por dignidad, responsabilidad y coherencia.

Para Sánchez, Rajoy es el campeón de los recortes. Recortes en libertades, en derechos, en desigualdad, en precariedad. Ha pervertido las instituciones y practicado el absolutismo. 84 veces repitió el no el líder socialista, por si aún alguien lo dudaba, y hasta llegó a pedirle que votara contra su propia investidura. En un tono arriscado, mitinero incluso, Iglesias se reivindicó genuino antagonista del PP, porque "ustedes son la corrupción" y él y su gente no eran venales. Homs clamó contra la intransigencia del PP y su incapacidad para comprender la realidad plural del Estado, para terminar desvelando el futuro: "Ustedes son el caos, y serán devorados por ustedes mismos". El portavoz del PNV, Esteban, no fue más comedido y reprochó a Rajoy haberse "pasado de frenada" con su defensa de la unidad de España. Más reivindicativo, Joan Tardà acusó a Rajoy y al PP de "amenazar, mentir, acosar y criminalizar" al Gobierno de Cataluña y dijo como estentórea amenaza que no tenían miedo. Pero la soledad del candidato se hizo insondable, cuando Rivera, que unas horas antes había firmado el apoyo a su investidura, le echó en cara la desconfianza que él y el PP le provocaban. "Por eso hemos tenido que firmar un pacto contra la corrupción, porque no nos fiamos". "También tú, Bruto, hijo mío?", repuso César al sentir la frialdad del puñal que acabaría con su vida.

Aunque perdió la primera votación, Rajoy ganó el debate de sobrado, pero no lo acompañó la razón. En medio de la tormenta, acertó con su aplastante sentido común y su sagaz ironía en las réplicas. Le dijo a Sánchez que por ser candidato a la presidencia estaba obligado a tratarlo con deferencia, pero que no abusara, y tras recordarle su menguado apoyo electoral, le preguntó: "Si yo soy tan malo, ¿cuánto de malo es usted? ¿Pésimo?". A Iglesias le confesó que era estupendo. "No se confunde nunca, acierta siempre, es el único decente, el único independiente, el único al que nadie es capaz de presionar. ¿Hay alguien en esta Cámara además de usted y sus correligionarios que tengan algo bueno?". A Homs le advirtió que no debería hablar en nombre de todos los catalanes, y que lo que pretendía era liquidar la nación española, la soberanía nacional y la igualdad de los españoles, intenciones con las que él no podía estar de acuerdo. A Esteban le inquirió sutil si acaso pensaba que iba a defender algo diferente a la unidad de España. "Habla usted de la importancia de los sentimientos, pero es importante respetar los sentimientos de los demás". Y al portavoz de ERC, que amenazó con la desobediencia civil contra las leyes injustas, le preguntó previsor: "¿Por qué sustituimos la legalidad, señor Tardà? ¿Por la suya? ¿Por la mía?". Un derroche de retranca y sensibilidad, de inteligencia e ingenio. ¡Lástima que su apabullante elocuencia no le permita hacer más amigos!

Sentado sobre un barril de pólvora, Rajoy salió airoso del repudio de sus señorías, aunque también pierda la segunda votación. A pesar del aparente éxito que corona su mandato, sabe que la salida de la crisis ha disparado la desigualdad, la precariedad y la indefensión de los más débiles. Sabe que no ha tomado ninguna medida para atajar la corrupción, y que se ha negado hasta ayer a cualquier tipo de reforma para paliar las clamorosas deficiencias de nuestra Democracia. Sabe que todo esto perjudica a los españoles, daño cuya prevención dice servirle de guía. También sabe que la responsabilidad de su fracaso no solo es de Sánchez y del resto de los diputados que no lo apoyan, sino de él por no haber sabido urdir las necesarias alianzas y complicidades. Por eso se aferra a su pacto a regañadientes con Rivera, el joven y pragmático regenerador que, aunque afea sus omisiones y resistencias, le redime del estigma de la soledad. Salvo sorpresa, irá a las próximas elecciones cantando como el viejo lobo de mar de la mítica posada Almirante Benbow: "¡Quince hombres van en el cofre del muerto! ¡Jo, jo, jo, y una botella de ron!". Las ganará y tal vez consiga un mayor apoyo popular, pero seguirá sin tener la razón.