Podía llamárseme intruso por meterme a hacer este comentario sobre las faenas que antaño, hace setenta años, realizaban los esforzados labradores para recolectar su cosecha. Es verdad que nunca viví en el mundo rural y por tanto no participé directamente en aquellos trabajos que parecían superar los límites de la resistencia humana; pero todavía mi memoria me trae imágenes de las penalidades y fatigas que pasaban aquellos hombres que, cada verano, trataban de ganar un salario que, desde luego, no les sacaría de una vida de miserias.

Me explico: tenía yo diez años y, por circunstancias de índole muy personal, veía pasar los trenes que circulaban de Astorga a Plasencia, en días de vísperas de San Pedro, abarrotados de segadores que marchaban con destino a Extremadura para comenzar allí su verano.

Tengo muy presente el equipaje que portaban aquellos trabajadores del campo: llevaban consigo las herramientas que habrían de utilizar en sus extenuantes jornadas, un par de hoces, un juego de dediles de cuero para protegerse la mano con la que habrían de recoger la mies, y una larga piedra de afilar para repasar el filo de la hoz de vez en cuando.

Tengo para mí que en aquellos tiempos era impensable hablar de derechos laborales. Aquellas personas tenían que pasar tantas horas como tenía el día, recogiendo mieses bajo el sol abrasador que los asfixiaba, sin otro paliativo que beber largos tragos de agua, no siempre fresca, de aquellos botijos sin demasiadas garantías de higiene. Su alimentación, que casi siempre habían concertado con el "amo", consistía principalmente en abundantes lonchas de tocino, algunas veces rancio.

La segunda parte de la recolección consistía en la trilla: los carros colmados de mieses, transportaban por caminos y rastrojeras la mercancía hasta la era; allí la descargaban y luego sería extendida en parvas, sobre las que el dentellado trillo pasaría dando innumerables vueltas arrastrado por caballerías que, con marcha cansina, pasarían y repasarían hasta dejar el grano en condiciones de ser aventado para quedar preparado y ser llevado a los graneros y la paja a los pajares.

De la experiencia de la trilla, sí que puedo dar fe de haber llegado a conocerla personalmente en el vecino pueblo de Tardobispo; en sus eras pasé algunos días, allá por los años sesenta, no como un trabajo sino como una distracción, a veces sentado sobre el trillo y a veces dándole a la manivela de la aventadora a la que todavía no le había llegado el momento de ponerle motor.

Escribo estas líneas con ánimo de rendir homenaje a aquellos hombres que se veían obligados a las penalidades de meses de extenuantes trabajos que hoy realizan en pocas horas esas descomunales cosechadoras que hacen la recolección de forma tan perfecta que antaño sería impensable.