Como a ciertas edades se carece ya de futuro por muy vitalista que se sea o muy optimista que se quiera ser, aunque algunos traten de engañarse a sí mismos, lo cierto es que cualquier motivo puede servir para volver al pasado, incluso a un pasado soñado o recreado en la imaginación, que no vivido, a unas añoranzas sentidas aun sin conocerlas, en realidad. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el anuncio de ese autocine que va a entrar en funcionamiento en Madrid, aunque como esto es España el cine al aire libre se inaugurará no en verano sino en otoño.

Eso del autocine retrotrae inevitablemente a otros tiempos, a los años cincuenta, no en nuestro país, por supuesto, sino en las películas en color de Hollywood, con sus rubias a lo Doris Day o los hombres a lo Rock Hudson, sus espectaculares haigas y sus no menos espectaculares rancheras, sus casas de madera, su frigidaire, sus televisiones pioneras, y todo un mundo de consumo, aparentemente feliz, que contrastaba en quienes eran, éramos, niños, adolescentes o jóvenes con la oscura vida provinciana, en blanco y negro, del colegio de los curas, los deberes para casa y la salida familiar del domingo a ver escaparates y de cuando en cuando al cine.

Se veían, en las películas, aquellos autocines americanos, con la chica y el chico en el gran coche, haciendo como que miraban la pantalla instalada al frente del solar, muy juntos y abrazados, y un suspiro se iba y otro se venía, por más que ellas y ellos en a aquella época de recia moral inspirada en los principios del nacionalcatolicismo con poca cosa se conformaba, en general, la mayoría de las veces con hacer manitas en las últimas filas de los cines, céntricos o de barrio, que tenían el mismo olor a desinfectante y a masa concentrada. Aquello, lo del autocine, debía ser el paraíso.

Luego, con los planes de desarrollo, las cosas fueron cambiando y el progreso de la década siguiente trajo a España, por fin, a Madrid, el autocine a donde se iba en el 600 de Seat o el Dauphine de Renault, y con otras intenciones menos platónicas, entre otras razones porque por la gente habían pasado los años y porque ciertos aires de libertad ya se dejaban sentir. Cerca de Barajas se instaló un gran autocine, con capacidad para casi 1.000 vehículos, que fue un enorme éxito aunque no durase. Mientras, en lo que no era Madrid proliferaron en los meses de verano las programaciones oficiales de cine al aire libre que eran y son como un autocine pero sin el refugio del vehículo.

Tampoco es que los autocines hubiesen desaparecido del todo, pues en las zonas costeras de Levante e incluso del norte se mantienen algunos, siempre con mucha aceptación. De ahí que unos emprendedores hayan decidido resucitar el entrañable negocio. La historia, como la moda, se repite siempre. Ahí está ahora el retorno de los relojes vintage que amenazan el reinado de los grandes pelucos actuales. El autocine madrileño estará abierto todo el año, ubicado como un centro comercial, con sus cafeterías y restaurantes. Será, en parte, como volver al pasado, aunque visto otra vez desde fuera.