Ya se respira en el ambiente el efecto de las vacaciones de verano. Aunque cada vez más nos hemos ido acostumbrando a que los días de descanso no se concentren únicamente durante la época estival (principalmente, julio y agosto) y se escalonen a lo largo del año, no obstante, estos meses continúan siendo aún los preferidos por la inmensa mayoría para tomarse, siempre que se pueda, unos días de vacaciones. Así lo reflejan, por ejemplo, los desplazamientos por carretera y, sobre todo, la afluencia masiva a los lugares turísticos por excelencia, que siguen siendo las zonas costeras; es decir, el turismo de sol y playa, muy por delante del turismo de interior, de naturaleza, etc., que también se ha incrementado considerablemente durante los últimos tiempos.

En mi caso, cuando llegan las vacaciones y se aproxima el mes de agosto, no puedo por menos que regresar, aunque solo sea con la imaginación, a mi infancia y juventud. Yo, que era y sigo siendo más de pueblo que las amapolas, recuerdo cómo aterrizaban en el pueblo, a disfrutar de sus merecidos días de descanso, no solo los que habían emigrado al País Vasco, Madrid o Cataluña en los años cincuenta, sesenta, etc., del siglo veinte sino también sus hijos. Y claro, en aquellos años se producía un choque cultural de envergadura entre quienes se podían permitir el lujo de descansar y disfrutar de las merecidas vacaciones y el resto, que teníamos que colaborar en las labores agrícolas del verano (segar, acarrear, trillar, regar, etc.). Como era lógico y previsible, en muchos casos las relaciones no eran sencillas: mientras que los veraneantes se levantaban tarde, iban a la piscina o al río y podían trasnochar, el grupo de los residentes habituales tenían que dedicarse a las labores del campo, con lo que apenas tenían tiempo para disfrutar de esos privilegios, como sí hacían sus amigos de la infancia o juventud.

Si rescato estas experiencias de mi memoria es únicamente para insistir en un aspecto que apenas se ha tratado y estudiado por los expertos de turno: los efectos de la desigualdad social en los pueblos de España con respecto al acceso a las vacaciones y su disfrute. Aunque actualmente en el mundo rural ya no son tan visibles las diferencias que relato, no obstante, a nivel general, aún siguen existiendo contrastes muy considerables entre quienes pueden permitirse disfrutar de unos días de descanso y el resto. Por eso las vacaciones, ahora o en cualquier época del año, siguen siendo una nueva frontera económica y social entre los ciudadanos. Y si no, que se lo digan al cincuenta por ciento de la población española que, según los datos del Instituto Nacional de Estadística, no puede permitirse ir de vacaciones fuera de casa al menos una semana al año. Por eso, cuando llegan estos días, siempre regreso a mi infancia y recuerdo lo que yo mismo he vivido en carne propia: ver cómo disfrutaban unos y cómo trabajaban otros. En fin, un cuadro que lamentablemente aún podemos presenciar con nuestros propios ojos.