Hoy es un día histórico. Y lo es porque hoy hablamos los ciudadanos: unos, al introducir la papeleta en la urna y elegir la opción política que va a representar mejor que nadie los intereses personales y colectivos durante los próximos años; otros, al escoger un sobre en blanco y descartar alguna preferencia política; y un alto porcentaje de personas, optando por quedarse en casa y permanecer al margen del ritual de las elecciones. En estos casos, los silencios también son una manera de hablar y de expresar malestares, disgustos, frustraciones o simplemente indiferencia ante lo que muchos consideran una falsificación de la democracia. En cualquier caso, todos los ciudadanos tenemos infinidad de motivos para adoptar unas u otras decisiones. Todas son igual de respetables, aunque no todas producen los mismos efectos en un sistema democrático.

Yo iré a votar y elegiré una opción entre la amplia variedad de productos electorales que se nos ofrecen. Y lo haré porque, desde que tuve la posibilidad de votar por primera vez, hace ya muchos años, siempre he vinculado la defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos con la fiesta de la democracia por excelencia: las elecciones. Y entre esos derechos, valoro muy especialmente la libertad política, es decir, la posibilidad de elegir y de ser elegido. Libertad que nos fue negada hasta hace cuatro días y que hoy, gracias a los esfuerzos y los sufrimientos de muchas personas que ya no están junto a nosotros, la vivimos como si tal cosa. Por eso, la lucha por la libertad nunca puede olvidarse, y las generaciones jóvenes, que han crecido con la leche de la democracia, harían mal en desconocer que la libertad política que hoy disfrutamos ha sido una conquista humana, de hombres y mujeres que lucharon contra viejos dictadores y mohosas camisas azules. Estas cosas hay que conocerlas, sobre todo para que se sepa que la libertad hay que conquistarla todos los días.

Pero también iré a votar por otros motivos aparentemente más prosaicos: porque, caso de ser elegidos, estaré en condiciones de pedir responsabilidades a quienes han decidido presentarse ante los ciudadanos para solucionar nuestros problemas, con sus promesas electorales, que fiscalizaré a pie juntillas. Y porque la democracia, que sigue siendo el menos malo de los sistemas políticos que conocemos, crece, mejora y se desarrolla con la participación activa de todos los ciudadanos, no solo cada cuatro años o, como en este caso, cada seis meses al votar, sino todos los días, indistintamente del escenario de la vida cotidiana donde se representan las relaciones sociales, económicas y políticas: la familia, la escuela, los medios de comunicación, las empresas, la universidad, etc. En fin, que hoy iré a votar porque me gusta la fiesta permanente de la democracia, aunque muchos cientos o incluso miles de personajes abominables hayan hecho sobrados méritos para desconfiar de ella, es decir, del sistema y de la única herramienta que, hoy por hoy, puede salvarnos como ciudadanos.