Es ese un lugar característico para citarse, sobre todo si se piensa pasar la tarde en el centro de la ciudad, bien sea haciendo compras o asistiendo a algún espectáculo. Por eso los que frecuenten alguna de las terrazas que sacan los bares a la calle, coincidiendo con el buen tiempo, pueden llegar a ser los reyes de la observación o del cotilleo. Quienes se sientan en "La Taberna Real", que hace esquina con la calle del Arenal, tienen enfrente el regio edificio que acoge el Teatro Real, donde grandes carteles anuncian las óperas que se están representando o que están a punto de llegar. En el centro se encuentra la estación de Metro que lleva el nombre popular con el que se conoce a la plaza, el de Ópera (su nombre real es Isabel II) cuyas escaleras mantienen un permanente trasiego de gente que acaba de llegar o que abandona la zona. Un banco de piedra, corrido, ubicado en uno de sus extremos lo ocupan jóvenes que esperan pacientemente sentados, mientras llegan hasta ellos sones musicales de solistas o grupos que se reparten la plaza con la intención de conseguir unos cuantos euros.

Eran casi las nueve de la noche de aquel viernes, y aunque el sol aún estaba haciendo de las suyas, lo cierto es que el granito que cubre la superficie de la plaza transmitía un cierto alivio, porque un ligero airecillo había decidido echar una mano a los madrileños haciendo soportar mejor los primeros sofocos del verano. A pocos metros, pasaban grupos de turistas precedidos de sus correspondientes guías, camino de La Puerta del Sol o de la plaza de Oriente; también lo hacían aborígenes de distinta envoltura, desde emos a mods, pasando por góticos, aunque con mayor abundancia de hipsters, como también acalorados guiris cubriéndose la cabeza con sombreros de paja o de lino.

En un momento determinado fue concentrándose un grupo de gente que poco a poco llegó a constituirse en cola, primero de dos y más tarde de tres en fondo, que en pocos minutos llegó a adquirir proporciones importantes. Personas de diferentes edades, sexos y procedencias, con aspecto normal -si es que se puede considerar normal al aspecto que podemos tener cualquiera de nosotros- permanecían estáticas, en el centro de la plaza, haciendo tiempo, mientras cambiaban impresiones con los compañeros que tenían más próximos. Portaban grandes bolsas de plástico como las que facilita cualquier tienda o gran almacén cuando se efectúa una compra. Parecía un grupo de turistas esperando a alguien que les condujera hacia alguna parte. El grupo continuó aumentando, hasta que, en un momento determinado, superado el centenar de personas, pareció estabilizarse. Fue en ese momento cuando surgió de alguna parte un reducido grupo de jóvenes, no más de cuatro o cinco, portando sendos carritos de la compra, que colocaron próximos al lugar donde empezaba la fila y, sin más dilación, comenzaron a repartir bocadillos, fruta y alguna otra vianda que desde la distancia no podía identificarse. Los jóvenes de los carritos eran voluntarios de Cáritas y los componentes de la cola ciudadanos de Madrid, cuyos domicilios no debían distar mucho del lugar donde se estaba procediendo a repartir la cena.

Ciertamente, quienes observaran la escena quedaron sorprendidos, pues el automatismo de los movimientos de aquel grupo de personas dejaba claro que se trataba de una ceremonia que debía repetirse con frecuencia, quizás todos los días del año. No se trataba de vagabundos, ni de marginados ni de ciudadanos que vivieran en deprimidos barrios periféricos, sino de gente que, muy probablemente, vivía en pleno centro de la capital de España, cuya situación les obligaba a pasar por el vejamen de aparecer en un lugar público en tan tristes circunstancias. Resulta meridiano que la pobreza afecta a mucha gente, y que las necesidades por las que está pasando les hace saltar la barrera que separa la dignidad de la mera supervivencia.

No se explica cómo ciertos representantes del mundo de la política continúan empeñados en creerse, o en hacernos creer, que en España las cosas van bien, y que muy poca gente se aproxima o supera el nivel de la pobreza. Se ve que quienes nos dirigen no son aficionados a la ópera, porque de serlo, habrían frecuentado alguna vez esta plaza habiendo podido salir de su error. No les vendría mal que se dieran una vuelta por el mundo real, aunque solo fuera para acercarse a lo cotidiano, para ver a ese corro de gente recogiendo las viandas de supervivencia que generosamente les facilita una ONG, en este caso Cáritas.