El pasado lunes media España siguió el esperado debate con los cuatro candidatos a la presidencia del Gobierno. No es fácil hacer buena política en esta etapa complicada que nos toca vivir en nuestro país. Quienes somos creyentes, lejos de lavarnos las manos ante los grandes problemas sociales, hemos de sentirnos más llamados que nunca a involucrarnos en la vida pública con espíritu evangélico. Vemos líderes que reflejan ambiciones personales, egos inflados, búsquedas de poder al servicio de intereses particulares. Demasiadas formas, encubiertas o descaradas, de ejercer el poder egoístamente o de forma sectaria. Demasiada intolerancia, declaraciones durísimas de unos contra otros, acusaciones tajantes y sorderas que no quieren escuchar. Pero las personas hemos de ser capaces de entender la diversidad como riqueza, no como fuente de incomunicación. A menudo el que piensa distinto tiene sus razones y su parte de verdad. Un político o mandatario no merece su puesto si no tiene esa mínima madurez o capacidad para hacer este ejercicio de diálogo sincero, tratando de comprender los argumentos de quien no es de su misma cuerda política.

Los creyentes sabemos que Jesús nos ayuda a recuperar el oído y la visión: anteponiendo la intención de servir a las personas y a la sociedad, ya sea desde unas u otras maneras de comprender la realidad, desde unos u otros valores o criterios. Y dentro de ese servicio, común a toda ideología política, dando siempre prioridad al cuidado de los más vulnerables o de quienes ya llevan tiempo en la cuneta de la vida. Esta lógica del servicio es algo constitutivo del ser humano; pero en esa escalada por puestos y sillones se van acumulando adherencias o ataduras que no dejan libertad en esa noble vocación de resolver los problemas de la gente desde el ámbito político.

Nuestro Maestro y Señor dejó claro que a los ojos de Dios el mayor y más importante es aquel que más sirva y más se dé a los demás sin mirar el propio provecho. El Magisterio de la Iglesia y los últimos papas han insistido en la urgencia de involucrarnos más y mejor en la política como forma elevada de la caridad, teniendo el Evangelio como faro que ilumina las conciencias y las responsabilidades que traemos entre manos; negándonos a toda forma de intolerancia, insulto, rencor o revancha cuando las cosas no son como nos gustaría que fueran. Los laicos más comprometidos socialmente no pueden olvidar los valores del Evangelio de Jesús y la doctrina social de la Iglesia, experta en humanidad. Ojalá que nuestros próximos gobernantes crezcan en sentido común y en esa sabiduría que les lleve a actuar siempre optando por lo más justo, lo más humano, lo mejor para las personas. Un político que no sirve, no sirve para nada.