Jesús es el Siervo que ha venido a librar al ser humano de sus pecados. Es, por tanto, el Salvador. Jesús ama a los pecadores, aunque denuncia el pecado; y muestra en sus enseñanzas la misericordia de Dios. Se acerca a los pecadores, come con ellos y los defiende de la severidad de los fariseos. Cuando hay arrepentimiento, perdona siempre. Jesús sitúa a Simón el fariseo ante una novedad de la que Él es portador: el Mesías, que está ya entre ellos, no es el hombre de la espada y el castigo, sino un mensajero del perdón y de la misericordia de Dios.

Jesús se encuentra en casa de Simón, un fariseo que lo ha invitado a comer. Inesperadamente, una mujer interrumpe el banquete. Los invitados la reconocen enseguida. Es una prostituta de la aldea. Su presencia crea malestar y expectación. ¿Cómo reaccionará Jesús? ¿La expulsará para que no contamine a los invitados? También nosotros reaccionamos con desprecio muchas veces ante aquellos que consideramos que no son de los nuestros, que piensan o viven de otra manera.

La mujer no dice nada. Está acostumbrada a ser despreciada, sobre todo en los ambientes fariseos. Directamente se dirige hacia Jesús, se echa a sus pies y rompe a llorar. No sabe cómo agradecerle su acogida: cubre sus pies de besos, los unge con un perfume y se los seca con su cabellera. Hoy viven en nuestro mundo muchas personas despreciadas, silenciadas que también esperan la acogida y el amor de los hermanos y de Dios.

La reacción del fariseo no se hace esperar. No puede disimular su desprecio: "Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer y lo que es: una pecadora". Él no es tan ingenuo como Jesús. Sabe muy bien que esta mujer es una prostituta, indigna de tocar a Jesús. Habría que apartarla de Él.

Pero Jesús no la expulsa ni la rechaza. Al contrario, la acoge con respeto y ternura. Descubre en sus gestos un amor limpio y una fe agradecida. Delante de todos, habla con ella para defender su dignidad y revelarle cómo la ama Dios: "tus pecados están perdonados".

Ante el ejemplo del evangelio de hoy, no debemos dejarnos llevar por el amargor del resentimiento, quedándonos paralizados en el pasado. Tenemos que decirle al Señor que nos perdone y nos dé de nuevo el sentido auténtico de la vida. Con el perdón el horizonte de la vida se ensancha y se hace luminoso.