Dícese que un funcionario es aquel trabajador que desempeña funciones en un organismo público. En España, tenemos el mismo número de funcionarios, "per cápita", que el Reino Unido, menos que Francia y más que Alemania, o sea que, más o menos, estamos a nivel europeo. Los funcionarios, además de tener que llevar las cuentas para que no se libre nadie de tener que pagar sus impuestos, también están para facilitar la labor a los contribuyentes, para atender a aquellos que se acerquen por sus negociados haciéndoles la vida un poco menos difícil. Contribuyen a que haya orden en la organización del Estado, y también que las cosas funcionen, ya sean estas servicios o prestaciones. Y muchos, realmente, responden a estos parámetros, no así algunos otros que se limitan a dar respuestas encorsetadas que no dejan tranquilo a nadie, o a decir que eso que estás preguntando no es cosa suya. Parecería razonable que cuando algún ciudadano, preocupado por algún tema relacionado con la Administración, se acercara por alguno de los organismos públicos, pudiera recibir una respuesta lo suficientemente categórica para alejar de él cualquier atisbo de duda, y, en el caso de que el contribuyente no hubiera sido capaz de dar con el departamento o la sección competente, encaminarle hacia un camino amable, en lugar de limitarse a decir eso tan manido de "no es cosa mía", o "nuestra", dejando al indefenso ciudadano colgado de la brocha,; o lo que puede ser peor, transferirlo, aleatoriamente, a otro departamento de la misma o de otra institución, donde continuar su aventura. No se trata de que un subalterno decida lo que pueda ser competencia de un juez o de un inspector de hacienda, por poner por caso, ni tampoco que se comporte como "el ángel de la guarda", simplemente que, cada uno en su puesto, haga lo que sea hacedero para orientar al ciudadano en cuestión, sobre la intrincada senda que debe explorar para resolver su problema sin tener que morir en el intento.

Viene esto a cuento de que hace unos días, de manera accidental, reparé que en el recibo de liquidación del IBI figura algún dato que no corresponde con el de mi vivienda, concretamente el número de la calle. De manera que, acto seguido, lo hice saber al Ayuntamiento donde me indicaron que tal error no era cosa suya, pues ellos se limitaban a poner el número que les indicaba el Catastro, hermosa palabra que, junto con controversia, me ha venido subyugando desde pequeño. Insistí diciéndoles que sobre el dintel del portal había un número de grandes proporciones diferente del que aparece en el recibo que ellos puntualmente me envían, garantizándoles que yo no lo había colocado, ni tampoco autorizado su colocación. Pero de poco me sirvió, pues aunque llevaba preparada la escritura de la vivienda, donde aparecía la dirección -casualmente, también diferente- no me fue requerida para comprobar donde podía encontrarse el error. De manera que, armado de más paciencia de la que tengo habitualmente en parecidas circunstancias, llegué al convencimiento que no me quedaba otro remedio que dirigirme al citado Catastro. Allí, me aseguraron que la finca en cuestión no tenía ningún número, ni el que figuraba en el Ayuntamiento, ni tampoco aquel tan enorme que está fijado en lo alto del portal de manera amenazadora, que sencillamente se trataba de una finca innumerada. Les puedo asegurar y les aseguro -como hubiera podido decir en su día el presidente Suárez- que yo no he tenido nada que ver con los datos que, en su día, haya podido aportar la inmobiliaria que me vendió la vivienda, ni con la escritura de propiedad que redactó el notario, ni con la colocación del número en el portal, ni con los datos elaborados por el Ayuntamiento, ni tampoco con los del Catastro. De manera que dadas las circunstancias que concurrían en el caso, de nada me servía continuar dando vueltas, ni dirigir mis pasos hacia otra parte. En medio de estas cavilaciones, me dio por reflexionar y agarrándome a algo positivo pensé en el mérito que debe tener el servicio de Correos para hacerme llegar la correspondencia a una dirección que cuenta con un número real, otro imaginario y otro en el portal: todos diferentes, pero, que realmente -según el Catastro- no debería tener ninguno, sino simplemente la nada.

Pues eso, que me fui para casa frustrado por no haber sido capaz de dar con la institución, ni con el departamento correspondiente que pudiera aclararme en que número vivo. Si es que, realmente, vivo en alguno, pues a estas alturas de la película no estoy seguro de nada.