Siempre tuvo un gran atractivo para mí toda la zona del molino, en especial su casón y su presa. Lo comencé a frecuentar con unos tres o cuatro años, acompañado de mi padre que me llevaba hasta él en sus paseos.

Por lo general hacíamos siempre el mismo recorrido. Salíamos del pueblo, quizás tras visitar al señor Farruco que solía estar en la solana de su gran era, cruzando el puente del Tío Vito, sobre el Regato del Juncal (de Las Contiendas). A mano derecha, donde comienza la Alameda del Rey, había una fuente que daba, según decían, muy buena agua, y a su lado, un zarzal enorme que, a su tiempo, daba unas bonísimas moras, gordas y sabrosas. Pasado ese puente, en el cruce, tomábamos la carretera de Castronuño, sombreada por frondosos y añosos chopos. En el cruce, justo donde hoy se alza la gasolinera y que entonces era un hoyo o depresión al que iba a parar el agua sanguinolenta del cercano matadero y que, en especial en verano, daba un pestazo horrible, había unos cuantos castaños de indias, cuyos frutos, pese a no ser comestibles, era muy apreciados por los chicos de entonces, ya que tras quitarles los caparazones de púas, nos proporcionaban unos manejables y contundentes proyectiles, con los que organizábamos unas batallas fenomenales por las calles del pueblo, incluyendo tirachinas.

Siguiendo la carretera de Castronuño llegábamos hasta el puente de La Guareña, donde la parada era obligada para hacer yo dos cosas que entraban dentro del ritual de esos paseos. La primera era hacer girar desde uno de los extremos las barras de hierro que servían de barandilla al puente, ya que al hacerlo, producían un chirrido muy alto y sonoro que a mí me encantaba; la segunda consistía en recoger unas cuantas piedras de la propia carretera, ya que era de macadán, sin asfalto, y desde la altura del puente, para mí entonces enorme, tirarlas al agua.

La Guareña es río de pobre caudal que raramente sufre fluctuaciones de consideración, pero un año, o mejor dicho, dos, corriendo la década de los cincuenta, haciendo excepción a esta regla, se salió de madre, inundando a su paso grandes extensiones de su vega. En estas dos ocasiones todo el pueblo asombrado, y los chicos los primeros, bajamos a contemplar el desusado espectáculo del río, que con un agua turbia y enfurecida llegó a saltar en dos ocasiones la carretera, viendo cómo arrastraba a su paso muebles e incluso el cadáver de algún animal, dejando aislados y sin poder pasar durante toda la noche a dos o tres personas que estaban en el molino.

Porque, y ya hablando del molino, tengo que decir que yo lo conocí funcionando a pleno rendimiento de sus dos piedras. Filas de carros recuerdo haber visto ante su puerta esperando su turno para moler.

El caño de la presa, en la parte trasera, tenía en el lateral una compuerta que, cuando la abrían y bajaba el agua por el desnivel, producía una cascada que a mi edad y estatura de entonces consideraba superior en grandeza a las del mismísimo Niágara. Recuerdo haber visto, en algún invierno muy frío, esa cascada helada; todo un espectáculo. ¡Aquellos eran fríos!

Y la presa del molino era, durante los veranos, la piscina de la pandilla, que compartíamos en buena vecindad y armonía con no pocas ranas, algunos peces y unas cuantas culebras de agua, de un verde intenso que, en no pocas ocasiones, nos daban sustos morrocotudos.

Al otro lado de la casona una escalerilla desgastada sobre la roca facilitaba el descenso hasta el nivel de los rodeznos, instalados en dos pequeños túneles con forma de ojos de puente a partir de los cuales discurría un arroyuelo de agua cristalina, alimentado por los desagües, que daba a su paso un gran verdor a los lados del cauce y un estupendo frescor en los tórridos veranos, sobre todo en el interior de una pequeña cueva que se abría a la izquierda, casi a nivel del agua. Esa pequeña cueva fue después, en numerosas ocasiones, refugio dominguero de la pandilla, a cuya fresca sombra merendamos en más de una ocasión, poniendo a refrescar en el agua las botellas de gaseosa.

Los mayores llamaban a este molino "el molino de don Claudio" porque, efectivamente, como comprobé en la fase de investigación, perteneció por herencia a don Claudio Moyano y había sido construido por su padre o por su tío.

Se dice que en cierta ocasión, siendo ministro, mandó acondicionar la parte alta con alguna comodidad y que un verano pasó allí una temporada acompañado de una joven y bella dama a la que presentaba como "sobrina". Vaya usted a saber.