Hace unos días me encontré con un buen amigo en el estreno de la película de Paco León "Kiki, el amor se hace". ¿Cómo lo ves?, me preguntó. Creo que vamos a pasar un rato estupendo, dije. De eso se trata, me respondió. Un poco de humor para aguantar lo que viene. Unos quieren un cambio de régimen y otros que todo siga igual, y en medio estamos la mayoría, que solo queremos que escampe. Hay otra mayoría que quiere que las cosas cambien, dije. La corrupción no es una anécdota, sino el síntoma de un modelo en crisis. De la película salimos con la sonrisa en los labios.

Todos los partidos insisten en que el 26-J se dirime algo más que la composición del Gobierno. Tras los resultados del 20-D, en el que los grupos parlamentarios no consiguieron llegar a un acuerdo para elegir presidente, ahora volveremos a votar para entregarles un distinto reparto de escaños que facilite la elección. Contra todas las apariencias, tienen mucho interés en dotarnos de un Gobierno estable -por supuesto, el suyo-, no tanto por la pérdida económica que para nuestros bolsillos supone uno en funciones, sino por el suculento reparto de cargos, nóminas y dietas, además de la correspondiente influencia para el trueque y el cambalache que conlleva. Dado el plural sentido del voto que hemos descubierto, el pacto será obligado; pero no a cualquier precio, aseguran, pues está en juego el supremo interés de los españoles. Y aquí surge el problema: saber de qué se trata ese supremo interés, pues cada cual lo entiende a su modo.

Salvo Rajoy, que no desea ningún cambio porque todo está bien como está y España solo necesita estabilidad y certidumbre, el resto apuesta por la regeneración y las reformas. Todos, salvo el PP, se proclaman partidarios del cambio, en el sentido de romper con lo viejo, de dar paso a un tiempo nuevo que afronte los problemas de otro modo, con mayor transparencia y participación, con más democracia, con más negociación y diálogo. Sin embargo, no parece que este sea el nuevo paradigma de la política española, porque no solo el PP, sino nuevos y viejos partidos como Podemos e IU -adalides del progreso y las reformas-, o el PSOE -bastión hasta ayer del bipartidismo-, inciden en las trilladas roderas de siempre.

No hace mucho que Iglesias decía sobre el debate entre izquierda y derecha que era un "juego de trileros para que gane la banca", la gran opresora. "Al poder le encanta la izquierda de hoces y martillos que no puede ganar". Él había venido a hablar de la gente, de los de abajo frente a los de arriba, del pueblo contra la casta, de la transversalidad; pero hoy amanece como un oportunista dogmático al aliarse con los que ayer rechazó y asegurar que esta segunda vuelta de las elecciones se debatirá entre la izquierda -que no es otra que la que él abandera-, y la derecha -que no es más que el PP-. Ni centro-derecha, ni centro-izquierda. Eso son pamplinas de sociólogo rancio. Análisis enjundioso, y sorprendente estrategia, que a los ciudadanos no puede sino embaucarnos con el sortilegio de la novedad vieja. Vuelve el paradigma de los extremos. El repudio del otro, la negación de la parte de razón que asiste al adversario, la demonización del contrario. "Es el momento de pensar en grande, en términos históricos", dice Garzón. "Hay que ganar el país, hay que ganar al PP".

Emerge con fuerza la nostalgia del bipartidismo cuando aún no ha fenecido. Podemos e IU quieren acabar con lo viejo, pero lo anhelan. Quieren sustituir a uno de los contendientes en el nuevo sistema de turno. En cuanto al PSOE, reformista a fuerza de golpes y amenazas de sorpasso, vuelve por sus fueros en su lacerada democracia interna. Al igual que Rajoy, declarado enemigo de primarias y demás embelesos democráticos, Sánchez ha sido proclamado candidato sin que los militantes hayan debido votar, al no tener contrincantes. Sin duda, el líder socialista ha descubierto las bondades democráticas de la selección por cooptación. Como aseguró su compañera Susana Díaz tras ser elegida secretaria general del partido en Andalucía, había ganado la democracia, pues sus compañeros no habían tenido ni que votar.

Ominoso futuro para la política española, condenada como Sísifo a reincidir una y otra vez en sus errores. Iglesias quiere polarizar a la sociedad para acopiar los votos indignados, porque nada debe haber entre los extremos. O se está con el pueblo o contra él, y ya se sabe quién está con el pueblo. Al PP, este simple argumento no le incomoda, pues de tener eco entre los electores llevaría a su granero un buen puñado de votos. Rajoy también alienta el fuego de los extremos diciendo que una coalición de radicales y extremistas quiere destruir todo lo bueno que hemos conseguido, y presenta al PP como referente seguro frente al desastre; mientras Sánchez apenas balbucea que el PSOE tiene un proyecto progresista y reformista y no necesita coaligarse con nadie para ir a las elecciones, pero comienza por ignorar la reforma en su casa. Todo parece indicar que entre los partidos que más apoyo concitan entre los electores, solo queda Ciudadanos alzando la bandera de la regeneración y el pacto, aunque apenas sobreviva a la infiltración de tiburones y cocodrilos.

Al parecer, parte de la nueva política ya se ha hecho vieja y abreva entusiasmada en el reguero de los extremos.