Los augures etruscos miraban al cielo para descubrir el futuro en el vuelo de las aves. Hacían sus auspicios dependiendo del pájaro, de la cantidad y de los círculos que dibujaba su aleteo, pero no buscaban razones humanas a su destino porque este dependía de los dioses y sus caprichos. Hoy los sociólogos vaticinan el futuro mejor que los augures, y los políticos escudriñan los sondeos buscando el favor del público, pero tampoco parecen importarles las causas humanas de su rechazo, sino la apariencia de corregirlas. Saben que los electores están cansados, hartos de sus disputas y enredos, y sin embargo no les preocupa tentar su paciencia con culpas ajenas y ominosas predicciones.

La legislatura más anodina y breve de la democracia terminó con reproches, abucheos y consignas callejeras en el anfiteatro de la Carrera de San Jerónimo; anuncio de la bronca campaña que nos espera. El presidente, Patxi López, lamentó el fracaso de la Cámara, pero no de las instituciones. Los partidos no han entendido el mensaje de los ciudadanos. Quieren que pacten y alcancen acuerdos para gobernar, pero ellos ni siquiera se reúnen, se lamentó poco antes de que terminara el plazo para una nueva investidura. El último pleno sirvió para escenificar la inanidad de sus señorías, si aún quedaban dudas. Satisfechos con el trabajo realizado, los diputados se hicieron selfies y se despidieron encantados hasta dentro de unos meses, cuando la mayoría vuelva a encontrarse en los mismos asientos, pues los distintos grupos políticos no piensan modificar las candidaturas. ¿Para qué, si han cumplido con creces su cometido? Ahora, siguiendo la precampaña fuera del Congreso, vuelven a pedirnos el voto por si a la luz de su excelente actuación quisiéramos cambiar su sentido.

Según el último barómetro del CIS, un 75% de los ciudadanos piensa que a los políticos no les importa lo que ellos piensan, y sin embargo, están dispuestos a votarles de nuevo. Los políticos no merecen nuestra confianza, aunque se la demos, pero no podemos dejar de reconocerles su inmarcesible optimismo. Un optimismo vano, si se quiere, pero recio, a prueba de fracasos e incumplimientos. A pesar de no haber conseguido elegir presidente de Gobierno y haber prolongado la incertidumbre, están convencidos de que solo ellos pueden arreglar los problemas que han ayudado a crear. Por eso, nada de primarias ni cambios en las candidaturas. Nada de reformas ni regeneración partidaria. Nada de consultar a los militantes para que descubran a los nuevos líderes de fortuna. Las reformas y la regeneración, si acaso para el Estado, que tal vez requiera un revocado tras cuarenta años de régimen de turno.

Impasible, Rajoy confía en la prudencia demostrada para convencer a los pródigos, esos cinco millones de almas que abandonaron al partido para echarse en brazos de sus adversarios. Nada de inmovilismo, me dice un amigo del PP. Sabía que no contaba con los votos necesarios para afrontar con éxito la investidura y así se lo dijo al rey. Sabía también que Sánchez, su principal adversario y posible socio, fracasaría en su intento y esperó a ver pasar su cadáver, como así sucedió. No es inmovilismo, sino sensatez y certeza, y los electores le premiarán, dice confiado. Le pregunto si aceptará los debates con otros candidatos, y me responde que se lo está pensando, encerrado en su laberinto.

En Ferraz están satisfechos con las encuestas. Siempre están satisfechos, aunque estas vaticinen una debacle para sus listas, porque la verdadera encuesta es la de las urnas. El comité electoral reconoció que habían cometido errores, para a continuación añadir que el principal error había sido de otros, de los que pusieron palos en las ruedas para que no hubiera un gobierno del cambio. Otro amigo, viejo militante del PSOE ya retirado de la primera línea, me asegura que Sánchez recuperará el voto perdido. Los electores se han percatado de quién es Iglesias, me susurra. Un avispado que no quiere conquistar el cielo, sino sentarse en el Palacio de la Moncloa como taimado alacrán dispuesto a clavarle el aguijón a su inquilino. Nunca quiso un Gobierno del cambio, sino el cambio de manos del Gobierno. Pero Iglesias asegura que, a pesar de los insultos y las afrentas infringidas, no le guarda el menor rencor o inquina. Hace unos meses le recordaba que no despreciara la sonrisa del destino que podía convertirle en presidente; ahora le ofrece la vicepresidencia si gana las elecciones. Intentará arrebatarle el electorado de izquierdas polarizando la campaña, para templar de paso las críticas internas. Los matices sobran. Aquí solo hay izquierda y derecha, dice, y él es el mesías revolucionario. Ese es el temor de Rivera, que los electores se crean su diatriba y opten por los extremos. Rivera es el abanderado de la regeneración y ha demostrado con creces su cintura política, su capacidad para el pacto. Acusa a Rajoy de ser un "chollo para populistas y separatistas"; pues con su impasibilidad e inmovilismo les hace el caldo gordo, y a Iglesias de querer controlar a los jueces y a los medios, porque no le gusta ni la justicia independiente ni la prensa libre.

Mientras tanto, Bruselas advierte de los importantes desequilibrios de nuestra economía y de su vulnerabilidad ante los mercados, y el gobernador del Banco de España avisa de los riesgos de la inestabilidad política y la incertidumbre. Pero nuestros políticos no están preocupados. Escudriñan los sondeos como los augures miraban el cielo y esperan que la algarabía de la campaña resuelva su suerte.