Se movían en la sartén, la clara cerca del borde y la yema en el centro, con un color insultante, mitad amarillo, mitad anaranjado. A quien cocinaba le gustaba dejarlos con unas puntillas que le daban un aire parroquial, pues recodaban las bocamangas del alba que se pone el sacerdote bajo la casulla cuando dice misa, o quizás también las puñetas de los magistrados cuando se disfrazan con esas togas negras para hacer su labor en los juzgados.

A su lado, en otra sartén, dos magras de jamón se debatían entre ruidos de fritura agitada, compartiendo espacio con varios trozos de chorizo zamorano. Con la mano derecha controlaba la sartén de los huevos y con la izquierda la del jamón y los chorizos, en una serena armonía en la que unas y otras viandas iban cocinándose a la espera que algún comensal diera buena cuenta de ellas. El cocinero, antes había elegido los huevos más frescos de las gallinas que gozaban de mayor libertad de movimiento y cortado unas cuantas lonchas de jamón fresco.

Aquella armoniosa sinfonía ponía fin a las marchas fúnebres que habían estado escuchándose hasta el día anterior, en el que la Virgen de la Soledad entraba en la iglesia de San Juan de manera precipitada, pues ese año, la lluvia no había querido ser benévola con la última procesión de la Semana Santa. Al fondo del local se oía una canción que venía a decir: "Ya resucitó el Señor/ y repican las campanas/ Prepara ya el almuerzo/ friendo dos y pingada".

Esta costumbre zamorana de comer el "dos y pingada" cambia el tono de la silenciosa y estática postura que adoptan los vecinos durante toda la semana anterior. No se trata de sobrevalorarla pero tampoco de restarle atractivo, aunque algunos no quieran reconocerlo así, más que nada por resentimiento, al no poder meterle mano por mor del colesterol. Había allí un periodista que, en la medida en que le llegaban los aromas de la cocina, hacía lo posible por ir dejando líneas en blanco para que las rellenara el cocinero. También esperaba pacientemente en el comedor un nutrido grupo de turistas que vivía por primera vez la experiencia de tomar un plato tan simple, económico y a la vez suculento, en amor y compañía con el resto de clientes. Y es que ese día solo servían, como plato único, "Dos y pingada". No es que pusieran buena cara cuando les dijeron que tenían que pasar por la obligación de degustar el mismo plato que el resto de comensales, pero lo cierto es que, durante el almuerzo, no pusieron ningún reparo en cantar con los aborígenes "El bolero de Algodre" y otras canciones populares locales, mientras daban buena cuenta de unas cuantas botellas de tinto de Toro. Una vez acabado el festín descubrieron que la felicidad debe cogerse en el momento en que las circunstancias lo permiten sin esperar a como puedan seguir desarrollándose los acontecimientos. Y es que no se puede vivir siempre metido en la limitada realidad que se percibe, porque fuera, en cualquier parte, pueden existir otras gentes, con otras costumbres, con las que no nos debe importar mostrarnos solidarios y participativos.

Este plato inventado hace tiempo en cualquier parte, o en muchas partes, o en todas partes, solo parece haber sido tomado en serio en estas tierras de penuria y sacrificio. En esta región, donde el Fondo de Compensación Interterritorial se reparte inversamente proporcional a las necesidades que tiene cada provincia, adjudicándose las mayores cantidades a Valladolid y Burgos, y las migajas a Zamora. Y es que a Castilla y León llegan fondos de la UE por el hecho de tratarse de una zona desfavorecida, pero se da la circunstancia de que precisamente lo es porque provincias como Zamora o Soria hacen que así venga a resultar. De manera que repartir el citado Fondo aplicando la ley del embudo, lejos de fomentar la solidaridad, como en el "dos y pingada", regala un opíparo postre para el engorde de las provincias que menos lo necesitan. Y ello, merced al injusto reparto que viene haciendo, sin ningún pudor, esta comunidad autónoma.