En España hay muchas ciudades que podrían recorrerse en su integridad siguiendo la ruta de los bares, saltando de calle en calle, o de puerta en puerta, sin que a nadie llegara a sorprender tamaño milagro. De la misma manera podría recorrerse la geografía hispana saltando de aforado en aforado, porque solo los que corresponden a la clase política pasan de los dos mil.

Por eso cabe plantearse qué pensará aquel ciudadano al que le hayan caído seis años de cárcel por robar un dormitorio cuando se entere de lo que no han querido acordar los padres de la patria en el Senado. O aquel otro al que le han puesto seis meses por robar un accesorio de bicicleta. A ambos, y a otros tantos, sean cientos o miles, muy probablemente se les habrán abierto las carnes porque, con toda seguridad, a ellos les habrá defendido un abogado nombrado de oficio y su caso habrá estado apilado en esa montonera de legajos depositados, como buenamente se puede, en los atiborrados juzgados ordinarios. Y qué no decir de los cuarenta y seis millones de españoles, población potencial susceptible de poder ser imputada en algún delito o infracción, que no goce de la potestad de pertenecer al calificado grupo de los aforados.

Pues eso, que no estaría de más dedicar, al menos, un minuto a pensar en aquellos que han sido juzgados y condenados, o en aquellos otros que, en su día, puedan llegar a ser investigados, sin que sus posibles les permitan contar con el apoyo de grandes bufetes de abogados, ni seguir la larga y costosa ruta de los recursos y las apelaciones, ni tener padrino para optar a la medieval costumbre de conseguir un indulto. La supresión del aforamiento de más de 2.000 políticos ha quedado para mejor ocasión, de manera que podrán seguir escaqueándose y, llegado el caso, entrando bajo palio, pisando la tupida alfombra del Tribunal Supremo.

Ha quedado en agua de borrajas la posibilidad de que llegara a cobrar vida el viejo eufemismo de que todos somos iguales ante la Ley, porque la razón se ha quedado congelada en el tiempo de manera categórica, casi enigmática. Se seguirá imponiendo el mandamiento de los mandones y gerifaltes, y no de aquellos otros a quienes pudieran asistir las más contundentes razones. Es tal la obediencia ciega y el corporativismo existente que más de uno se ve obligado a pedir perdón por haber dicho aquello que les pedía el cuerpo, aunque sea una verdad como un puño, porque está obligado a practicar lo políticamente correcto, como si lo político fuera lo conveniente, o lo que mejor se adapta a las necesidades del país. El hecho es que no quedan políticos con agallas, de ahí que no lleguen a tomarse decisiones importantes, ya que lo que realmente marca el ritmo de la clase política son las encuestas.

¿Qué deberíamos pensar de lo dicho por el senador del partido del Gobierno en funciones cuando soltó esa sandez de que ser aforado "no es un privilegio" sino "una garantía de defensa y protección" para los imputados o imputadas, o investigados o investigadas? Porque si el citado senador hubiera querido decir lo que realmente ha dicho, significaría que los cuarenta y seis millones de españoles restantes, los que no pertenecemos al privilegiado grupo de los 2.000 aforados, no tendríamos garantizada nuestra defensa y protección por ser juzgados en Primera Instancia, lo que sería lo mismo que decir que la justicia no sería igual para todos, o lo que es lo mismo, que no se estaría cumpliendo con la Constitución.

Si lo del aforamiento se tratara de un juego no dudaríamos en hacerlo propio, y cambiaríamos el clásico juego de "La oca" diciendo algo así como "de aforado en aforado y sigo porque estoy forrado".

Qué ocasión ha perdido el Senado para demostrar que esa institución sirve para algo, para algo que pueda acabar con determinados privilegios. Poco le ha importado que las ilusiones de los ciudadanos se vayan alejando en una loca carrera hacia la melancolía, como tampoco hacerles perder la ilusión por impedir que se vislumbre un atisbo de desobediencia que presagie una derrota de la corrupción.