Dos votaciones de investidura con parecidos resultados. Dos votaciones que han sido la crónica de una derrota anunciada. En la primera, la del miércoles, se daba por descontado; en la segunda, Pedro Sánchez quería creer que creía que había alguna duda por despejar. Tal vez sonara la carambola, porque acaso Iglesias, del exabrupto y el látigo, pasara al aplauso y el beso, o al menos al cruce de brazos, y secesionistas y populares aparcaran el insulto y el escarnio y meditaran su negativa.

Por responsabilidad, había pedido el candidato socialista en su primer discurso a todas las fuerzas parlamentarias -salvo al PP-, que le dejaran gobernar: "Solo pido que no frustréis la esperanza de millones de españoles en un Gobierno de cambio, un Gobierno reformista y de progreso que devuelva la confianza en el sistema político y sus instituciones", los imploraba entrelíneas, aduciendo como coartada el fin del Gobierno de Rajoy, el "tapón" para la regeneración y el progreso, el cancerbero del régimen a reformar. "Voten sí al cambio", les ha suplicado en su última intervención con palmario reproche de culpa. Pero no fue posible. Como estaba previsto, por segunda vez 219 diputados votaron en contra sin pestañear. Para su consuelo, algunos comentaristas reconocerían admirados su incuestionable mérito, porque no solo se había convertido en secretario general del PSOE cuando nadie apostaba por él, sino que contando con el aval de la mayor derrota electoral de los socialistas en la democracia, no le había faltado pundonor ni coraje para tentar una investidura con todas las cartas en contra.

Desde luego, no seré yo quien le reste valor a su audacia. Tiene mérito que careciendo de la menor posibilidad de formar Gobierno, y sabiéndolo, aludiera a la responsabilidad de intentarlo, porque no hacerlo sería mantener una situación de incertidumbre, que ahora prorroga. Tiene mérito que antes de las votaciones se diera ya por satisfecho, porque habría desbloqueado la situación, cuando sabía que iba a incarcerarla. Tiene mérito que sabiendo sumar y restar, como le recordaba a su socio, Albert Rivera, desconociera que 176 es mayor número que 131, y que 219 votos negativos no se transmutan en positivos por el albur de la inocencia. Tiene mérito que para que España no siguiera con un Gobierno en funciones, dilatara al máximo los tiempos del procedimiento, con tal de poder arrogarse voluntad de iniciativa, marchamo regenerador y afán de diálogo. Y por supuesto, tiene mérito que siendo el líder del partido que ha ocupado el poder durante 22 años, sin hacer la menor alusión a reforma alguna, ni tímido intento de democratizar las instituciones o garantizar la independencia de los poderes del Estado y de los organismos de control, se haya transformado en horas veinticuatro en el adalid del cambio y de la regeneración. Tiene mérito.

Sin embargo, a pesar de esta prevista y clamorosa derrota, Pedro Sánchez tal vez no haya salido tan maltrecho como pudiera parecer. Se ha reafirmado como líder de los socialistas (al menos, de momento); ha volcado sobre sus adversarios la responsabilidad de la incertidumbre, la continuidad del Gobierno de Rajoy y la convocatoria de unas nuevas elecciones, y por si esto fuera poco, ha usado la fallida investidura para dar a conocer su programa e iniciar la precampaña electoral con fanfarria mediática. Si así fuera, no estarían nada más los temidos daños colaterales.

Ahora, hasta el 26 de junio, podremos asistir a nuevos intentos de investidura, en los que Rajoy o algún otro candidato esforzado con más deseo de protagonismo que responsabilidad, convertirán el Congreso en el foro de sus disputas y agravios, rencores y despechos de la lid electoral, mientras huyen los capitales, la corrupción gangrena el Estado, las reformas se posponen, la desigualdad se incrementa, los secesionistas avanzan ladinos por la senda de la ruptura y el resto de los españoles esperamos atónitos el día de volver a votar. Pero esta vez sí, lo haremos con más cabeza.