Desde hace algún tiempo para acá se percibe, se escuchan, explícitamente en la sociedad española razones que sostienen la inutilidad del Senado y de las diputaciones provinciales en nuestro ordenamiento administrativo nacional. Considero que esta fobia contra lo provincial viene de ciertos resabios asociados a nuestro pasado franquista y de la identificación de las provincias con aquel régimen fracturado y roto en 1975. Que los gobernadores civiles fueran casi Dios en aquel sistema dictatorial y la organización de lo público funcionara siempre asociada a las entidades provinciales no significa que estas fueran un invento de aquel o que, por ello, no estuvieran legitimadas. Las provincias tenían ya 103 años cuando Franco dio el golpe que inició su sistema político militar, por lo que asociarlas exclusivamente a su régimen es del todo irracional y carente de todo fundamento. Y considerarlas como un instrumento de su gobierno para justificar su desaparición suena más bien a resentimiento alejado de cualquier atisbo de sentido común.

Sin embargo uno puede llegar a entender estos postulados contra las provincias cuando se emiten desde Madrid, desde Cataluña o desde cualquiera de las regiones que titubean con la segregación o la independencia. Incluso parecería comprensible cuando las consignas antiprovinciales se emiten desde comunidades autónomas uniprovinciales. Lo que me llena de perplejidad es la crítica a este ordenamiento precisamente desde provincias. Y, ciertamente, me causa estupor oír siquiera estos argumentos cuando se emiten, por ejemplo, desde Zamora. Desde hace mucho tiempo considero que ha perdido el juicio quien en Zamora aboga por la desaparición del régimen provincial. Simplemente porque de llevarse a cabo ello supondría la aceleración de la desaparición de nuestra provincia como entidad, ya diezmada por la emigración y el inmovilismo de la mayoría de quienes aquí pacemos. Creo que el argumento es contundente: nuestra capital vive en gran parte del funcionariado, y la consiguiente pérdida de la entidad provincial daría al traste con las delegaciones territoriales, los servicios sanitarios de cuño provincial y todas las instancias administrativas que toman a la capital zamorana como centro de un territorio al que servir. Desde luego parece incuestionable que el hecho de que la provincia de Zamora exista como tal en lo referente a sus entidades administrativas garantiza en ella la presencia de servicios que tienen a ella misma como centro y objeto de su labor. Creo que todos nos damos cuenta de que la propia Junta de Castilla y León ya funciona en no pocos aspectos con solo cuatro núcleos territoriales, a saber, Valladolid, Burgos, León y Salamanca. En resumen, sin el funcionariado y los estamentos que trabajan a costa del ordenamiento provincial la capital zamorana perdería aproximadamente el 40% de su población, con lo que, echen las cuentas, hablaríamos de una ciudad con poco más de 40.000 habitantes. Y los servicios cada vez más alejados de los ciudadanos de núcleos rurales. Inquietante, ¿no?

Desde estos argumentos me parece cuando menos temerario abogar por la supresión de las diputaciones provinciales, así como del Senado. Muchos vociferan la inutilidad de esta cámara en nuestro ordenamiento constitucional rendido a las comunidades autónomas. Sin embargo el problema no está en el propio Senado, que es la única instancia que representa a los territorios provinciales en la organización del Estado, y por tanto la única entidad que salvaguarda per se los intereses de las provincias. El problema es el uso que de él hacen quienes lo componen, cuando comprometen a la disciplina de partido los intereses de su provincia. Porque si Zamora demanda una voz en el conjunto del Estado no debe olvidar que tiene cuatro escaños en esa cámara para hablar alto y claro. Y su supresión la dejaría sin voz y, valga la paradoja, sin voto. Amén de la lección de democracia que nos brinda el Senado al ser la única instancia del régimen estatal en la que ejercemos el voto con listas abiertas.

Hace ya varias décadas Ortega y Gasset vislumbró esta problemática en su obra "La redención de las provincias", libro quizá de urgente lectura para despistados, para quienes abogan por la supresión de las Diputaciones, y para todos. La clave es que el título de esa la obra orteguiana tiene un segundo hemistiquio, que es exactamente "y la decencia nacional". Por algo será.