Cuando miramos a lo lejos podemos llegar a ver al fondo, muy al fondo, una cordillera cargada de montañas que llega a ocultar parte del cielo, o las aguas de un océano fundiéndose con el éter, o unos rascacielos dirigiendo sus afiladas torres hacia la tercera dimensión. A ese teórico espacio que separa lo terrenal de lo etéreo, la tierra del cielo, se le ha dado por llamar la línea del horizonte o el "sky line" que dicen los anglosajones. Pero lo cierto es que esa línea no existe, porque si llegáramos a ampliar la imagen que creemos ver, solo nos mostraría éter y tierra, sin ninguna línea intermedia, ni fina ni gruesa, ni mediopensionista. Es más, por no existir puede que no llegue a existir ni el propio horizonte, y además, si existiera, nunca llegaríamos a alcanzarlo, porque en la medida que intentamos aproximarnos él se va alejando y cambiando de aspecto. Cada segundo que pasa, cada kilómetro que avanzamos, la imagen que vamos percibiendo es diferente a la anterior, de hecho, lo único que permanece más o menos constante es la distancia entre el horizonte y nosotros, más que nada por aquello de que la Tierra no es plana, sino de forma esférica.

Pues si no existe ninguna línea en el horizonte que separe el cielo de la Tierra, o el todo de la parte, ¿cómo puede explicarse que sí pueda existir una entre potentados y necesitados, o entre derechas e izquierdas? Sencillamente porque alguien se la ha inventado.

Obsérvese la situación que vivimos en este momento, donde la recesión mundial nos amenaza, la prima de riesgo sube, la Bolsa se derrumba, el paro no se resuelve y, mientras tanto, nuestros representantes políticos se entretienen en ponerse un smoking, o en colocarse en uno u otro pupitre del Congreso, o en hacer un máster en estrategia, pagado por los contribuyentes, con el único afán de experimentar conceptos aprendidos en la facultad mientras hacían el doctorado. Se lo tienen que estar pasando muy bien repartiendo escaños, unos más arriba y otros más abajo, sin dar un solo paso para ponerse de acuerdo, o para dejar aparcado su ego, solo preocupados por coger el bastón de mando y nombrar a esos cinco mil cargos que van a manejar el país durante cuatro años. Y mientras tanto, a seguir mareando la perdiz, a dejar que pase el tiempo, a que la cosa se ponga peor de lo que está, para poder apuntarse el tanto de arreglarlo. La clase política aún no ha querido enterarse que no existe esa línea que dicen que les separa, porque son más las cosas en las que coinciden que en las que discrepan. No quieren admitir que quedar primero no significa necesariamente haber ganado las elecciones, de la misma manera que no se consigue plaza en una oposición por el mero hecho de haber aprobado.

El ruido que arman las televisiones es tan intenso que no se entiende nada, porque solo se escuchan mensajes cruzados que salen del grifo de los más afanosos portavoces de los cuatro partidos más votados. Y así abastecen la pileta de la fuente informativa, unas veces abriéndolos y otras cerrándolos, pero siempre manteniendo el mismo nivel, porque la pileta se autoregula por el viejo principio de los vasos comunicantes. De manera que, con esa cerrazón de mollera, la situación de interinidad se va prolongando, y los ciudadanos empiezan a hartarse, porque ven cómo los partidos se empeñan en mantener, a cualquier precio, posturas antagónicas, en despreciar la posibilidad de pactos, de pactos como aquellos de La Moncloa, tan denostados ahora por quienes entonces aún no habían nacido.

Y es que, al principio, cuesta admitir que la línea del horizonte no existe, como tampoco las líneas rojas, azules, naranjas o moradas que los partidos se han inventado, pero en algún momento hay que llegar a admitirlo.