Hace unos cuantos años Bill Gates, fundador de Microsoft y uno de los hombres más ricos del planeta, consiguió engañar a los asistentes a un congreso en Long Beach (California) al abrir un frasco con mosquitos y decir que transmitían la malaria. El selecto público no tenía muy claro qué estaba sucediendo y, como era previsible, el terror se apoderó de la sala. Al minuto, más o menos, Gates tranquilizó a la audiencia, ya que los mosquitos que había liberado no transmitían ninguna enfermedad. Sin embargo, ya había logrado el efecto que buscaba: que todas aquellas personalidades pensaran sobre la malaria, una enfermedad que afecta cada año a unos 250 millones de personas -con 900.000 muertos, la mayoría niños- y a la que los grandes laboratorios dedican menos dinero que a combatir la calvicie en el mundo.

Los juegos de simulación, como el de Gates, son una magnífica herramienta para conseguir que las personas que son afortunadas y tienen casi todo en la vida se metan en la piel de otros individuos que sufren o padecen determinadas circunstancias adversas y desfavorables. Yo, por ejemplo, suelo utilizarlos con cierta frecuencia en las clases que imparto en la Universidad de Salamanca con el único objetivo de que mis alumnos adquieran determinadas competencias y habilidades personales en las materias que explico. También en la Universidad de Experiencia, donde colaboro desde 2002, desarrollo experimentos similares para que las personas mayores imaginen la vida de quienes no son ni piensan como ellos. Y la verdad es que, en ambos casos, los resultados son muy positivos. Pero se puede ir más allá, pues las circunstancias actuales, con proyectos frustrados, sueños rotos y biografías fragmentadas por la crisis económica, los juegos de simulación son oportunos para vivir e imaginar, aunque solo sea por unos instantes, escenas desconocidas.

Por ejemplo, si alguien quiere explicar la precariedad laboral, el racismo, la xenofobia, la exclusión social, el acoso laboral o cualquier otro problema social a individuos que supuestamente dicen no ser racistas, ni xenófobos, ni violentos o que viven plácidamente en sus casas, lo mejor es ponerlos contra las cuerdas simulando situaciones novedosas y comprometidas. ¿Cómo se comportarían si sus vecinos fueran gitanos, negros, marroquíes o rumanos? ¿Y cómo reaccionarían si, de la noche a la mañana, perdieran el trabajo y los ingresos familiares disminuyeran drásticamente como consecuencia de un expediente de regulación de empleo? Es difícil saber qué haríamos cada uno de nosotros ante cualquiera de esas u otras situaciones parecidas. Por eso aplaudo y aconsejo que, siempre que sea posible, los docentes realicen juegos de simulación en las aulas, en los campamentos de verano o incluso en los talleres de formación. Porque ponerse en la piel del otro es la leche. De verdad.