En esta sociedad de hoy elevamos a verdad la mentira si es cien veces repetida. Sobrevivimos a la crisis que dicen económica esperando volver pronto al crecimiento. Los agentes sociales, los partidos políticos de cualquier color e incluso el mismo rey en su mensaje de la pasada Navidad, nos tranquilizan repitiendo siempre el mismo mantra: "todos deseamos un crecimiento económico sostenido". Crecer será volver a generar empleo -que no tiene por qué ser de calidad-, crecer será tener más para consumir más y contribuir así al engranaje de este sistema que ha apartado definitivamente al hombre del centro.

Si algo hemos descubierto es nuestra vulnerabilidad ante el paro, el hambre y la pobreza. La desesperanza está globalizada en un mundo donde pesa más lo cuantitativo que lo cualitativo, el ganar más, el tener más. Llaman a las puertas nuestros hermanos que escapan de la violencia: son la cara B, el lado macabro de este regalo envenenado, el sistema que actúa como una apisonadora.

Entre tanto ruido, el papa nos dice que para que todos podamos vivir dignamente no es necesario crecer. Es más, es preferible decrecer. Despertar, romper con esta burbuja de la indiferencia, situar la dignidad del hombre en el centro de la economía y ajustar el ritmo de nuestro paso, de manera que sea compatible con el planeta y los recursos que nos han sido prestados.

La historia ha demostrado que mayores niveles de crecimiento económico no suponen menores niveles de pobreza. Los mercados no se autorregulan en aras de una redistribución de la riqueza, ni saben de la felicidad de los hombres, ni de sus derechos inalienables. La justicia social que brota del Evangelio pasa por devolver al dinero y las finanzas el papel de medio para ordenar las relaciones de mercado sin ser en ningún caso fin en sí mismas. Pasa por no acostumbrarse jamás al sufrimiento de los demás, por denunciar las desigualdades, por romper con el sistema económico y político de la opulencia que pisotea y excluye.

Marginación, miseria, inequidad, guerras, corrupción, indiferencia. Quizás es momento de detenerse a pensar y dejarse preguntar: "Adán, ¿dónde estás?", como aquella primera pregunta que lanzó Dios al hombre tras el pecado: "¿dónde estás, Adán?".