Es sin duda la Calle Mayor de Zamora. En ella se cuecen los negocios, se hacen las compras, se pasea después del trabajo, se ven las procesiones de Semana Santa. Es testigo de todo cuanto acontece en la ciudad. En Santa Clara se escucha el latir de los zamoranos. Se llega a comprender mejor sus sentimientos.

El eje que une la plaza de Sagasta con la Farola respira, por todos sus poros, sensaciones, recuerdos, anécdotas. Entre sus edificios más emblemáticos destacan aquellos de estilo modernista construidos a principios del siglo XX. Algunos de ellos y otros de no menos empaque llegaron a albergar comercios y almacenes ya desaparecidos, como lo fueron García Casado, en la plaza de Sagasta, Roncero, que daba la vuelta hasta la plaza de San Gil, Olmedo, construido sobre el solar que fue convento de Santa Clara, Anta, El Mundo o los Almacenes Santa Clara, algunos de ellos sustituidos actualmente por franquicias. Junto al recuerdo de aquellos buques insignia del comercio local perduran otros, no menos importantes, que han soportado estoicamente el paso del tiempo, como La Rosa de Oro en la plaza de Sagasta, El Redondel en la Renova o la Librería Pya en la plaza de Santiago, que conforman el cordón umbilical que liga el pasado con el presente. Tiendas como la de Rivera, que hacía esquina con la plaza de Zorrilla, pasó a ser posteriormente Casino y más tarde Trecce, pero siempre manteniendo la misma actividad, la de la venta de calzado. Cada comercio gozaba de su propia idiosincrasia, como Confecciones Avelino, ubicado frente a Hacienda, que todas las primaveras emitía por Radio Zamora una cuña publicitaria cuyo fondo era la canción "Mi primera comunión" cantada por un Juanito Valderrama en pleno éxito.

Mientras tanto, el lugar de alterne por antonomasia era, sin duda, el café-restaurante Biher ubicado, más o menos, en el espacio que hoy ocupa Caja España, frente a la Delegación de Hacienda. Fue el Biher el lugar más chic de una época en que lo mismo se podía tomar un "vermú con ginebra" que se asistía a un banquete de boda.

La cárcel, ubicada en plena plaza de la Constitución, ocupaba el mismo solar que la actual Subdelegación del Gobierno. A su lado, en el quiosco de Juana, justo al lado de una fuente, hoy instalada en San Martín de Abajo, junto al Sillón de la Reina, los zamoranos podían surtirse de lotería, prensa o tebeos. A solo unos pasos, los "charlatanes" dejaban al personal boquiabierto ofreciendo su mercancía. Aquellos vendedores ambulantes hacían uso de un palique que para sí quisieran algunos gurús actuales de las técnicas de venta. Era todo un espectáculo observar cómo convencían a los viandantes de la suerte que tenían en poder comprarle un juego de peines o una pluma estilográfica.

Al modernista edificio del Casino, que, afortunadamente, se conserva tal cual, solo accedían los burgueses más asentados en la ciudad, lo que venía a subrayar, aún más, el enorme clasismo imperante en aquellos años de mediados del siglo pasado. Durante el buen tiempo, desde la terraza, instalada en la calle, junto al jardín que alberga la maternidad de Baltasar Lobo, los socios, sentados en enormes sillones de mimbre, veían desfilar a la ciudad, mirando por encima de sus antiparras.

Coincidiendo con lo que hoy es una enorme pérgola de madera, frente a la delegación de Hacienda, existían varias dependencias de la Administración como el Gobierno Civil, la Comisaría de Policía, el Museo de la Ciudad y, a mayores, la propia Hacienda. Todo en un mismo edificio custodiado por dos policías armados, situados a ambos lados de la puerta, que dejaban bien claro que aquello era algo oficial, de gruesos muros y pequeños huecos, que antes había sido convento de las Marinas, y que no dejaba traslucir demasiada alegría.

En las horas del atardecer, los que se encontraban en edad de tener las hormonas en orden de combate, mientras paseaban Santa Clara arriba y abajo, tenían la ilusión de encontrarse con los extraordinarios ojos oscuros de aquella chica que parecía no haberle dado por la química, ya que cuando se le aproximaba siempre surgía, entre sus bocas, una película de cristal.

Durante muchos años de la segunda mitad del siglo pasado la vida transcurría despacio, con extremada languidez, con la insatisfacción propia de quien suele sacar sobresaliente en melancolía. De manera que mientras algunos se dirigían a Correos a echar una carta para la novia, otros se la enviaban a aquel familiar que había tenido que emigrar a Alemania en busca de un futuro menos incierto. Más o menos lo mismo que viene sucediendo ahora, aunque eso sí, cambiando la carta por el WhatsApp. Bien es cierto que, afortunadamente, muchas cosas han cambiado, algunas de ellas a mejor, de manera que va siendo hora de abandonar el desánimo y mostrarse en desacuerdo con Goethe, sobre todo cuando al nibelungo le dio por decir aquello de: "Todo es soportable en esta vida, excepto la sucesión prolongada de los días felices".