Hace muchos años conocí a una persona que marcó mi vida para siempre. Se llamaba Filiberto. En las numerosas conversaciones que tuvimos a lo largo de varios años, siempre sacaba a colación las bondades de compartir el tiempo, las inquietudes, los miedos y hasta los sueños con personas muy diversas. Que la diversidad, decía él, nos enriquece y nos hace más humanos. Recuerdo que siempre ponía como ejemplo un bosque con una infinidad de árboles, plantas, arbustos, setos o matorrales frente a otra arboleda donde únicamente se pudiera disfrutar de una sola especie forestal, que también será fantástica aunque sin alcanzar la exuberancia que supone disfrutar de un ecosistema mucho más heterogéneo.

Estas últimas semanas he recordado a Filiberto porque he vuelto a disfrutar de un bosque, casi encantado, en las aulas de la Universidad de Salamanca. Espero que disculpen que vuelva a hablar de mi segunda casa, pero en ella habito gran parte del tiempo rodeado de compañeros y estudiantes muy diversos, pero también de personas que se cruzan por los pasillos y que, aunque no conozca de casi nada, siempre tienen algo especial. Es como un pequeño bosque de esos que gustaban tanto al amigo Filiberto. En este bosque hay árboles, plantas, arbustos y matorrales que proceden de Chile, Bolivia, Colombia, Ecuador, El Salvador o México. Pero también de Gran Canaria, Ávila, Cáceres o Salamanca. Y lo bueno es que cuando uno sale a pasear unas horas por este bosque te encuentras algunas sorpresas: los colores, los acentos y los sonidos son tan variados que, en ocasiones, pueden significar cosas muy distintas y llevar a engaño. Lo volví a aprender el jueves en una de mis clases, cuando mis cinco sentidos disfrutaban de la riqueza de un paisaje humano repleto de tonalidades diversas.

Y es que la diversidad es la leche. Compartir el tiempo, las inquietudes, los miedos, las experiencias y hasta los sueños, como decía Filiberto, con personas de otras latitudes, de otros continentes, de otras culturas y de otros orígenes sociales es lo más de lo más. Contaminarse y empaparse de formas tan variadas de comunicación nos engrandece. Por eso, cuando en múltiples ocasiones compruebo que muchos caminantes no valoran la riqueza de los paisajes tan diferentes que pueden contemplar sus ojos, se me encoge el alma. Paisajes multicolores habitados por personas de carne y hueso, cada una con sus historias, sus problemas y sus sueños. Paisajes que uno puede encontrar incluso a la vuelta de la esquina, aunque no siempre. Piense, por ejemplo, en un pueblo o una ciudad: qué aburrimiento ver siempre la misma tipología de edificios y, sin embargo, qué riqueza comprobar la variedad arquitectónica de sus calles, plazas o monumentos. Por tanto, que vivan la diversidad y quienes hacen gala de ella. Y al cuerno quienes solo aspiran a vivir en la uniformidad de las cosas.