Dicen que las "sombras" de los señores que en su día habitaron la torre del homenaje se proyectan desde hace unos años sobre los muros del recinto amurallado. De derecha a izquierda, sobre las piedras del castillo, cuentan que, con parsimonia, se desplazan las siluetas de aquellos personajes del pasado. También dicen que solo es durante unos pocos minutos cuando pueden apreciarse con suficiente nitidez. Cinco minutos antes de las cinco, del día cinco, del mes cinco de cada año.

Por eso, aquel día, de aquel mes, de aquel año, se encontraba en el interior del castillo un equipo, integrado por aficionados a la investigación de fenómenos inexplicables, esperando pacientemente la aparición de las misteriosas "sombras". Habían instalado un raro artilugio, con la idea de obtener alguna imagen que pudiera demostrar que aquel misterio no era solo una leyenda, fruto de la imaginación de algunos, sino una realidad constatable.

Ese día, dos horas antes, había caído una fuerte tormenta que había dejado humedecidas las piedras y encharcado el suelo, lo que contribuía a que pudiera percibirse un agradable olor a tierra mojada, y a evitar tener que poner el riego automático para seguir dando vida a los jardines.

Aprovecharon un momento en que se había roto el silencio -ya que, uno de los miembros del grupo no había podido evitar un estornudo- para cambiar impresiones y sincronizar los relojes. Faltaban solo cinco minutos para que llegara el instante mágico: la magia del cinco.

La luna, que hasta ese momento se había mostrado mandona sobre las nubes, se encontraba a punto de perder protagonismo, porque, en la medida que se acercaba el momento, aquellas comenzaron a cerrarse impidiendo que llegara a filtrarse ningún rayo de luz. Por eso, cuando la aguja grande del reloj se superpuso al numero once, reinaba una oscuridad absoluta que no permitía que el fenómeno pudiera hacerse visible, ya que ni siquiera se distinguían las sombras de los allí presentes.

Aunque, entre ellos, se miraran con gestos de escepticismo, conservaban cierta dosis de optimismo, lo que no impedía que, en su interior, comenzara a anidar una cierta duda sobre el éxito de la observación. Pasaron los cinco minutos que precedían a la hora cinco, y los siguientes, sin que el fenómeno se hiciera notar, y aunque aquel grupo de crédulos investigadores no se diera por vencido, tuvieron que aceptar que las famosas siluetas esta vez no habían acudido a su cita anual, habiéndose perdido la oportunidad de verlas, en vivo y en directo: de no haber podido demostrar la verosimilitud de la leyenda.

El más despistado del grupo acertó a descubrir entre las piedras una lápida, con un texto, en latín, que más o menos venía a decir que aquellos espíritus solo volverían a mostrarse cuando pudieran compartir su presencia con los contundentes volúmenes y perfectos desnudos que había dejado para la posteridad el arte de Baltasar Lobo, a quien esperaban desde comienzos del siglo XXI: desde aquel año en que el alcalde no se cansaba de salir en las fotos, acompañado de un arquitecto de gran prestigio, presumiendo de que iba a convertir el castillo en un museo que iba a permitir exhibir la colección de esculturas, donada a la ciudad, en un marco adecuado a su importancia, aunque el paso de los años demostrara que aquello no pasara de ser una mera quimera.

El tiempo seguía transcurriendo sin pausa, como también sin síntomas de que algo interesante fuera a ocurrir. De manera que, a pesar del interés mostrado por el equipo, y de los algoritmos aplicados por algunos de sus miembros, llegaron a la conclusión de que la leyenda no era más que eso, una leyenda, aunque los menos escépticos, prefirieran echarle la culpa a la luna.

Cuando procedían a retirar el artilugio, y el último investigador había abandonado la fortaleza, la sombra del insigne escultor se hizo presente, mezclándose, en una especie de goyesco volavérunt, con la del noble Arias Gonzalo y otros coetáneos del gobernador zamorano. Pero ya nadie estaba allí para poder dar fe de aquello, aunque a Baltasar, como buen anarquista, no debió importarle demasiado.