E l lenguaje, utilizando el título de Borges, es otro de los jardines con senderos que se bifurcan. Podemos decir que en la era de que solo lo hiperbólico (exagerado) alcanza a llamar la atención del público, por mucho que presumamos del gusto por lo minimalista (sencillo) frente a lo barroco (recargado), es evidente que solo llamando ciclogénesis explosiva a lo que siempre han sido temporales, el escribidor de turno se sentirá un hombre, o mujer, de provecho y ligeramente por encima de sus semejantes.

Vestir como extraordinario algo que no deja de ser común desde el principio de los tiempos es sobre todo cursi. En la era de la comunicación de masas lo cursi gusta, funciona y triunfa por encima de otras profundidades. Como si en todos los otoños, más pronto que tarde, no llegaran días de vientos fuertes y racheados que hacen caer las hojas de los árboles y de lluvia que prepara la tierra para el ciclo agrícola que nuestra especie viene aprovechando desde el Neolítico. Gusta ciclogénesis explosiva porque suena como un trueno que viene para quedarse, mientras que temporal parece que llega, pasa y se va como el viento. No es comercial, vaya.

Lo mismo ocurre en el lenguaje deportivo, el de los sucesos o la política. Cuando nuestros siete constitucionalistas del 78 se sentaron a la mesa para redactar la Carta Magna, sabían que la piedra de toque de sus trabajos iba a estar en el que finalmente sería el Título VIII "De la Organización Territorial del Estado". Cuando se levantaron de la mesa con el trabajo concluido, sabían que habían pasado el trago, pero ninguno confiaba en haber resuelto un problema probablemente irresoluble porque es un problema político y no material o social. En rugby se llama "patada hacia adelante" a lo que es una buena solución para desatascar el juego en un momento determinado y ya veremos qué pasa a continuación.

Como a diferencia de Francia o los Estados Unidos, por poner dos simples ejemplos, en España no se podía hacer referencia a la nación como "una, grande y libre", distribuida en regiones y provincias, tuvieron que inventar -ya en el Título Preliminar-, aquello del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran. Forma de distinguir, por el término en sí mismo y por el orden de colocación en la oración, a los territorios -y ciudadanos, por ende- de primera y segunda categoría. Pero, como no podía ser de otro modo, los políticos -no los ciudadanos, realmente- de las segundas querían igualarse a los de las primeras y los de éstas, diferenciarse más de los de las segundas.

De región a comunidad autónoma, de nacionalidad a país, de país a hecho nacional, de aquí a nación. De nación única como hecho discutido y discutible a nación de naciones. Carrera sin fin para acabar queriendo hacer explotar desde la periferia y hacia dentro el núcleo de nuestra convivencia.

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