La Lomce, al igual que sus antecesoras desde la decimonónica de Claudio Moyano, nace, y muy probablemente muera, con dos características: el ser de creación del gobierno de turno y el ver la luz cuando su predecesora ni siquiera ha llegado a la adolescencia. Ambas cuestiones tienen un origen común: considerar la educación como un arma de confrontación política y, por lo tanto, no abordarla desde un pacto de Estado.

Que esto sea así es en sí mismo grave, pero llega a la tragedia si pensamos en las consecuencias directas que la situación legislativa actual tiene y que pueden concretarse en dos que están imbricadas.

Por un lado, la constante sucesión de leyes educativas genera en los profesores, que, por si alguien aún no se ha dado cuenta, somos los encargados de plasmar esa legislación en la práctica docente diaria, una constante inseguridad derivada de la imposibilidad de adaptar nuestra práctica docente a unas novedades, muchas de ellas altamente beneficiosas, cuando sabemos que rápidamente serán sustituidas por otras. Y esta inseguridad deviene en un porcentaje muy elevado de docentes en el inmovilismo: adaptemos a la legislación las programaciones, que no dejan de ser papel, pero sigamos dando clase como siempre, con lo que las leyes van sucediéndose en el tiempo sin que muchos alumnos hayan notado el más mínimo cambio en la forma, ni en el fondo, de recibir su formación. La docencia, quizá como ninguna otra actividad, requiere de calma, de tener el tiempo suficiente para que los profesores asimilemos las innovaciones, las interioricemos en nuestra práctica diaria, para poder trasladarlas a nuestros alumnos de una manera eficaz, porque hacerlo de otro modo lleva, irremisiblemente, al desánimo del docente, cuando no a la angustia de saberse incapacitado para trasladar a los alumnos lo que se le demanda desde la ley. Cómo afrontamos nuestro día cuando la Lomce, que aún no ha sido desarrollada en su totalidad en todas las CC AA, ya está siendo amenazada a tiempo definido, las elecciones de diciembre, e incluso el actual ministro hace declaraciones en las que rectifica aspectos de la ley sobre la marcha, pero que no se plasman en disposiciones. Verbigracia, ¿los alumnos que cursan actualmente 1º de Bachillerato tendrán una reválida de Bachillerato? ¿Cómo será? La Lomce expresa claramente lo primero y nada dice de lo segundo; el ministro depende del día y de quién le aborde.

Consecuencia de esto, los alumnos se convierten en los segundos damnificados, y primeros por la importancia que tienen en el proceso educativo, porque ellos no son los meros receptores de conocimientos transmitidos por el profesor, y mucho menos en los momentos actuales, donde el desarrollo tecnológico ha transformado el papel del docente en el de mediador entre el conocimiento y el alumno y no en el poseedor único y absoluto del saber. Los alumnos están formándose como personas y futuros profesionales y es desde la escuela donde irán adquiriendo distintos saberes, pero, sobre todo, actitudes, maneras de ser y de pensar y, por supuesto, herramientas, tecnológicas y psicológicas, que les permitan afrontar su futuro adulto. Cómo van a poder hacer este proceso de aprendizaje e interiorización si el mismo está sujeto a vaivenes legislativos en los contenidos y en la forma de impartirlos. De este modo no solo es que los alumnos acaben teniendo un conocimiento cada vez más pacato, sino que se instalan en la desidia, cuando no en el enfado, porque ven la falta de coherencia en la manera de desarrollarse el día a día en el aula, donde unos profesores son más avezados en la aplicación de la normativa y otros más irreverentes. Y ello deviene en un todo vale, en un da lo mismo, lo que equivale al suicidio generacional de quienes en unos años deberán estar al frente de la sociedad.

La educación no puede ser un constante campo de experimentación en manos de gurús, muchos de ellos de tres al cuarto no solo porque no han pisado un aula (que no es necesario para elaborar una metodología), sino porque desconocen la realidad de la educación y sus agentes (que sí que es imprescindible conocer), que se deslumbran ante la primera innovación, tal vez beneficiosa, y que luego ni dan tiempo para implementarla y, con ello, analizar las deficiencias y corregirlas, ni le dan seguimiento para verificar el estado de desarrollo, ni, por supuesto, dan el acompañamiento necesario a esos profesores que debemos, en realidad, aplicarla.

Y así, poco a poco, la educación española va convirtiéndose en una quimera que nos acabará devorando, cuando no, en su acepción irónica, en una mera entelequia; en definitiva, en un viaje a ninguna parte.

Luis M. Esteban Martín

Doctor en Filología. Profesor de Literatura