Cada inicio de curso se asemeja al comienzo de una aventura para cada alumno, con interrogantes que irá despejando mediante la presencia, la atención, constancia y fe en la meta a alcanzar.

Para el maestro o profesor estos momentos no son nada fáciles, ni seguir sus normas y su programa, a pesar de la libertad de cátedra, el respeto al orden y otros requisitos que deben observarse en todo centro docente, lugares que deberían ser considerados como templos del saber, así lo debería reconocer la sociedad. Todas estas recomendaciones, sin embargo, no tienen más efecto y duración que las primeras semanas. Después, el curso avanzará con la puesta a punto de los programas, la variedad de textos y la carga diaria de las mochilas de Primaria, una auténtica carga maléfica, un atentado contra la integridad física de los niños.

El curso se extiende desde el Parvulario a la Cátedra, pero en esta santa España existe tal desorden de planes de estudios, de fórmulas, de categorías, que no hay generación que se haya salvado de padecer dos o tres cambios entre Primaria y Enseñanza Media. Nada digamos si se trata de hablar de las Universidades. Podría decirse que esta caótica situación de planes de estudio se ha convertido en una desdichada Marca España, avalada por el desorden político y administrativo que la guía y la dirige.

El comienzo del curso es siempre el inicio de un sueño de enorme trascendencia para el futuro de los estudiantes. Merece la pena cuidar con mimo y constancia todo lo que a él se refiere, por un principio de responsabilidad que parece haberse evaporado en estos últimos tiempos.