La acusación de los fariseos contra Jesús en el Evangelio de este domingo se basa en que este no respeta la distinción entre sacro y profano y sus discípulos siguen su ejemplo. En la mentalidad del judaísmo, Israel era el pueblo consagrado por Dios (pueblo santo/consagrado); todos los demás pueblos eran profanos, es decir, no estaban vinculados, como Israel, con el verdadero Dios. Para los fariseos, además, la manera de mantenerse en el ámbito de lo sacro era la observancia de la ley tal como ellos la interpretaban, porque esta expresaba la voluntad de Dios; de ahí que, incluso dentro del pueblo, estableciesen la distinción entre sacro y profano referida a personas: pertenecían al pueblo "santo/consagrado" los que observaban fielmente la ley; eran "profanos", separados de Dios, los que no se atenían minuciosamente a ella. Por tanto, sobre la cuestión de la pureza, dice que esta no está en las cosas ni en las acciones en sí mismas, sino en el corazón del hombre. Nada de lo que hay en la creación es impuro. Es la buena o la mala intención del hombre, al hacer uso de las cosas, lo que hace que algo sea agradable (puro) o desagradable (impuro) a Dios.

Los cristianos tenemos también una tentación muy fuerte en el mundo de hoy como en su tiempo los fariseos. El separar los buenos de los malos, el creernos con la verdad completa, el no reconocer los dones que tienen otros. Y tendemos a hacernos nuestro mundo particular, nuestro castillo, nuestras seguridades alejadas de la vida.

La esencia del cristianismo consiste en que los cristianos somos carne ungida por Cristo. Por el espíritu de Cristo. Es decir, el reino que predicamos no consiste en construir un mundo aparte del que ya existe sino hacer "otro mundo" de relaciones de fraternidad y justicia, viviendo las enseñanzas del Evangelio como el grano de mostaza que se siembra y sin saber va creciendo. ¿Acaso nuestra fe tiene menos valor que otras ideologías? Si viviéramos con la alegría de la fe y la belleza del creer seguramente las dicotomías que vivimos hoy desaparecerían. Gracias al espíritu de Dios nos convertimos en "otros cristos" para llevar a Cristo a la vida de la gente realmente.

Si este domingo participas en la Eucaristía y vas a comulgar el sacerdote te dice: este es el cuerpo de Cristo, y contestas: Amén. Le estás diciendo: sí, señor, me fío de ti; de modo que ese cuerpo se encarna en ti y te conviertes en sagrario viviente, para que al salir por la puerta del templo lleves a ese Cristo que llevas dentro a los demás. Por eso eres "otro cristo", enviado, llamado a proclamar desde el tú a tú la buena noticia de Cristo. De lo contrario serás otro fariseo, pero del siglo XXI.