La tarde se deja caer con la misma pereza con la que nos levantamos de esa siesta estival, que solo puede practicarse en vacaciones, mientras, a lo lejos, se escucha el cadencioso sonido del agua que discurre por el arroyuelo.

Esa es una forma de comenzar este relato, como también podría ser otra distinta, menos poética y relajante, pero más realista, otra que se acerque, en lo posible, a los paisanos que pasan las vacaciones en su pueblo; en ese pueblo zamorano donde el ambiente que reina en el estío es el mismo que el que se respira el resto del año; eso sí, salvando la presencia de los "forasteros", o lo que es lo mismo, de aquellos que habiendo salido hace años con la maleta vacía y un montón de ilusiones ahora regresan para convivir algunos días del verano con quienes antes fueran sus convecinos.

En las afueras de esos pueblos suele haber un grupo de edificaciones, de nueva construcción, levantadas en los años de esplendor inmobiliario, que por su aspecto y dimensiones dejan ver que pertenecen a urbanitas: precisamente a aquellos a los que le fueron las cosas más o menos bien tras haber emigrado a alguna urbe industrial, y que se han permitido el lujo de dejar ese testigo en su tierra. De manera que, aunque solo puedan disfrutarlas de manera eventual, pueden ver colmado ese oculto deseo de ser propietarios de una vivienda individual, que nunca hubieran conseguido en la ciudad.

Los "forasteros", algunas veces se hacen acompañar por algún grupo de amigos o de vecinos del barrio con los que conviven el resto del año. Porque "como su pueblo no hay nada"; de manera que no cejan en mostrarles las tierras que antaño fueran de sus padres, los árboles de la josa, aquellas localizaciones donde el trillo hacía su labor sobre la parva, y lo que queda de la iglesia que, aunque reformada hace unos años, apenas acoge a un par de feligreses los días de labor.

Pero por mucho que se empeñen, y recurran a sacar a relucir anécdotas e historias, no consiguen interesar a sus invitados, porque lo cierto es que se trata de lugares donde apenas quedan signos que puedan acreditar que aún queda vida.

Aquí, era donde se cocía el pan los domingos tras haber sido amasado en la artesa. Allí, donde el ganado salía en grandes concentraciones a la vecera. Acullá, donde se recogía el trigo hasta que se llevaba al molino. En cualquiera de estas casas, se mataban un par de marranos, para el condumio, y se curaban los chorizos, aprovechando el humo de la cocina de leña, usada con profusión durante los largos días de invierno.

A los pequeños pueblos apenas les queda vida, y la savia de la juventud solo les llega virtualmente a través de las pantallas de los televisores, de manera que la sensación de actividad no es fácil de poder percibirse. A quienes aguantando el chaparrón de la diáspora, no han salido del pueblo, apenas les quedan ganas de echar de comer a las gallinas o de cuidar las berzas del huerto. Lo que antes era simple parsimonia se ha transformado en inactividad; lo que en el pasado era falta de medios hoy es falta de ganas; lo que antes era esperar, con impaciencia, que llegara la "fiesta mayor" para echar un baile con la moza más lozana, ha quedado reducido a una partida de dominó en el local que antes fuera bar y que, merced a una subvención, se ha convertido en "centro de mayores".

Esta historia se puede empezar de muchas maneras, con más o menos nostalgia, con más o menos poesía, pero no por ello el final dejará de ser el mismo: el del ocaso de los pueblos agrícolas castellanos que antes fueron la despensa del país y que hoy solo son apreciados por aquellos que, en su día, se vieron obligados a abandonarlos.