el viernes fue San Isidro Labrador, el patrón de los agricultores, del campo. Hace algunos años, cuando yo todavía corría por las calles de mi pueblo, la fiesta de San Isidro se vivía con mucha devoción. No era para menos: se imploraba la ayuda del santo porque estaba en juego la supervivencia de las cosechas, que era tanto como la subsistencia de las familias que dependían de la agricultura. Hoy, sin embargo, es una fiesta que pasa sin pena ni gloria en la mayoría de las localidades de esta provincia. Un hecho que tiene mucho que ver con dos factores: la sangría demográfica que han vivido los pueblos durante las últimas décadas y, al mismo tiempo, la pérdida de importancia del sector primario en términos de ocupación. Por tanto, no debe extrañar que los festejos de San Isidro sean un refugio sobre todo para los ocupados en una rama de actividad que ya no tiene el mismo protagonismo de antaño.

Algunos piensan que esta novedosa situación es catastrófica para el futuro y la supervivencia del medio rural; otros creen, por el contrario, que la pérdida de relevancia económica y social de la agricultura es la consecuencia que podía esperarse del desarrollo industrial generalizado de las últimas décadas. Los primeros reivindican las raíces de la agricultura; de esa forma los pueblos podrían recuperar la salsa y la vida de otras épocas. Olvidan, sin embargo, que la emigración de los pueblos, sobre todo en las décadas de los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo veinte, ha sido el resultado lógico y esperado de la crisis de la agricultura, incapaz de competir económica y socialmente con otras actividades de producción y con otras formas de vida que pululaban en las zonas urbanas. Por su parte, los segundos suponen que el futuro de los pueblos no está agotado y que todavía existen múltiples posibilidades para desarrollar un proyecto de vida, emprender negocios innovadores y disfrutar de una calidad de vida que no existe en otras zonas.

Mientras unos tienen los ojos mirando principalmente al pasado, otros imaginan un futuro repleto de nuevas oportunidades. Son dos visiones antagónicas de un mundo rural cada vez más diverso y complejo, repleto tanto de esperanzas como de incertidumbres. ¿Quién tiene la razón? No lo sé, aunque yo me decanto por la visión algo más optimista. En cualquier caso, mientras escribo estas palabras no puedo por menos que recordar algunos momentos de mi infancia asociados con la figura de san Isidro Labrador. Lo que guardo sobre todo en el cajón de mi memoria era la procesión que se hacía por los caminos, los prados, las fincas sembradas de cereales o los huertos cercanos al pueblo. En esos recorridos se imploraba, como ahora, la ayuda del santo con cánticos, oraciones y plegarias para que la cosecha, de la que dependía la supervivencia de la mayoría de las familias del pueblo, fuera lo más generosa y abundante posible. Ya sé que esos recuerdos son solo eso, recuerdos. Pero como diría un viejo amigo que ya no está aquí, de recuerdos también se vive. ¡Menos mal!