Se ha reproducido generosamente una fotografía en la que aparecen dieciséis frascos con un producto singular en su interior: excrementos. Están alineados en perfecta simetría a la entrada del Museo de la Mierda inaugurado recientemente en Castelbosco, un pequeño pueblo agrícola en la provincia italiana de Piacenza. El logo de este nuevo museo es un escarabajo pelotero.

No es ninguna ocurrencia surrealista. A pocos metros de donde se ha erigido este museo el ganadero italiano Gianantonio Locatelli tiene 2.500 vacas que producen 100.000 kilos de estiércol al año. Además de usarlas como fertilizante, con estas boñigas el señor Locatelli genera energía eléctrica que vende al Estado. Esta información atufante me ha traído a la mente una frase que era un alegato anticapitalista: "Si la mierda tuviera valor, los pobres nacerían sin culo".

Quienes nacimos en un pueblo zamorano a mediados de los años cuarenta del siglo pasado tenemos muy metidos en la pituitaria los olores que despedían los establos y las pocilgas, debido a los excrementos de vacas, burros, mulas y marranos. De estos olores perdidos habla con nostalgia Amando de Miguel en su libro "Cuando éramos niños". Los establos servían también de retrete a las personas, porque entonces no existían los cuartos de baño. Las cagadas de vaca se usaban también desmenuzadas y mezcladas con agua y barro para endurecer los suelos de las casas que carecían de baldosas. Algunas mujeres las usaban como combustible para la lumbre. He podido comprobar en las inmediaciones de Nairobi que los ganaderos masai usan las cagadas de vaca para embarrar sus chozas.

Cuando los excrementos envueltos con la paja estaban ya curtidos, se sacaban al muladar que había en los corrales. Y cuando el estiércol del corral era ya abundante, se llevaba en carros a los estercoleros a las afueras el pueblo; por eso, en Pajares de la Lampreana se dice "muradal" y no la metátesis "muladar", palabra que etimológicamente significa fuera del muro. Desde estos muladares, una vez dada la vuelta con los ganchos o relámpagos -como dicen en algunos pueblos zamoranos-, se trasladaba el estiércol a las tierras para abonarlas.

Este abono orgánico usado habitualmente por los labradores ha desaparecido al mismo ritmo que los animales para las tareas agrícolas. Se complementaba a veces con guano, nitrato de Chile - "el único nitrato natural", según se anunciaba en los cartelones publicitarios- y con los excrementos o cagalitas de las ovejas, recogidas por las noches en teleras distribuidas por las tierras.

El abono orgánico se ha reemplazado en la Tierra del Pan desde hace muchos años por el abono mineral, cuyo precio no deja de subir para desconsuelo de los nuevos agricultores, porque ello incrementa considerablemente el coste de la producción del cereal, muy poco rentable o quizás inviable si no fuera por las ayudas comunitarias. Algunos agricultores usan también el purín producido por los cerdos en algunas naves construidas en varios pueblos cerealistas: la Cooperativa Bajo Duero (Cobadu) suministra los piensos y los marranos para el engorde o la crianza y los jóvenes ganaderos ponen la nave y el trabajo. Algo es algo.

Lo del Museo de la Mierda puede ser anecdótico, pero la iniciativa del ganadero Gianantonio Locatelli de reconvertir los excrementos de sus vacas en energía eléctrica no es ninguna bagatela. ¿Podría ser imitada por los ganaderos que aún perviven en los pueblos zamoranos? Dado el escaso volumen de las granjas, al menos las que yo conozco, es probable que no. Tal vez se podría plantear la necesidad de fomentar cooperativas para juntar esas 2.500 vacas que producen 100.000 kilos de estiércol al año o llevar los excrementos de distintas granjas a un centro determinado. En ese caso, creo que se podría seguir el ejemplo del ganadero italiano.