Fue una tarde del ya lejano 1992 la primera que crucé el umbral de la vieja y un tanto destartalada sede del Partido Popular de Zamora en la calle de Víctor Gallego. Allí, entre paredes de gotelé y un mostrador de madera, a la luz mortecina de un fluorescente que complementaba la que entraba por la ventana y era filtrada por los visillos, unas cajitas con fichas, una máquina de escribir, un lapicero, una goma de borrar, un bolígrafo "Bic" y algunos folios con anotaciones ocupaban su espacio en una mesa. Ante ella, con rostro afilado, gafas de pasta y agradable sonrisa me saludó un hombre menudo de quien muy pronto supe que tenía un nombre compuesto, "el señor Justo".

La escena que narro en primera persona es la misma que años antes y años después han vivido miles de afiliados y simpatizantes del Partido Popular. Es verdad que yo iba decidido, tras terminar mis estudios de Derecho en Salamanca y un año de Máster en Madrid, a incorporarme activamente a las filas de un partido recientemente refundado por Aznar y convertido como tal en la casa común del centro derecha español y referente regeneracionista. En él se habían fusionado el ideario conservador de Alianza Popular, el democristiano del PDP, luego Democracia Cristiana, y de los liberales de la Unión Liberal, luego Partido Liberal. Allí cabíamos, como con su afabilidad él nos hacía saber apenas llegábamos, todo el amplio espectro de posiciones ideológicas situadas a la izquierda de la extrema derecha y a la derecha de un socialismo que por aquel entonces navegaba entre la degradación de los principios democráticos y la corrupción.

Desde aquel primer día, un vínculo especial nos unió y se mantuvo cuando hicimos de Nuevas Generaciones un referente clave para el partido, cuando accedí al Ayuntamiento y cuando decidí que era el momento de dejar la actividad política. Siempre ayudando. Nunca una mala cara. Como a tantos otros, lo traicionaron quienes más le debían y le pagaron con ignominia su servicio.

La última vez vi a Justo en su casa, en el barrio de San José Obrero. Allí había subido varias veces en los últimos años a recibir de sus manos y de las de su esposa alguna que otra bolsa de castañas de Aliste que él recogía en Alcorcillo. Nunca olvidaba acercarse por mi despacho a anunciármelas. En estos tiempos ya ni él ni yo teníamos vinculación con la política. Casi 50 años nos separaban hasta que esta semana nos ha dicho adiós. Los jirones que del alma nos arranca la muerte de los seres queridos se rellenan de recuerdos. Hoy para uno de mis grandes maestros de humanidad y tolerancia vaya mi homenaje y el de cientos de militantes y simpatizantes. Siempre el "señor Justo". Hombre sencillo y entrañable, su marcha es, tal vez, un símbolo más del final de un ciclo que en aquellos años jóvenes comenzaba en España. Como al viejo olmo seco de Machado, tal vez solo nos queda esperar otro milagro de la primavera.