En la Mota, después de un breve paseo me siento a disfrutar del lugar. La Mota, para mí, es el edén donde se despiertan los sentidos a la natura. Es un atardecer con un precioso cielo azul y una atmósfera pura que recibía, sin ningún menoscabo de su virginidad, algunas nubecillas perdidas en la espacio de la troposfera y arrastradas por una melancólica brisa de atardecida, sin embargo, en tanto el ocaso del sol se producía, se iban tiñendo de un rosado precioso, y al confundirse índigo y rojo intenso el firmamento se pinceló en colores rojo, violeta y añil; matizando de violencia carmesí los perfiles de las lejanas sierras una vez oculto el astro rey.

Perdido en la inmensidad del idílico paisaje, estoy extraviado en un universo de sensaciones que me pierde en la libertad de la contemplación; vivo abstraído, no sé quién se mueve a mi alrededor, estoy ajeno a todo y a todos, me posee la pasión de los sentidos pasmados en la fascinación; oído, olfato y visión quedan prendidos de la realidad del momento y el tiempo no cuenta, y solo pasa en la constancia, que se hace imperceptible, del inexorable devenir.

Al fin, como lo bueno dura poco, suena el móvil para recordarme que es muy tarde y estoy faltando a la cita gastronómica donde Eduardo nos demostrará sus habilidades culinarias a base de pollo de corral y Ribera de Duero. Sin más pérdida de tiempo me uno al grupo, y nada más entrar en el recinto del ágape, donde se afanaba en la cocina el guisandero de afición, y el olor a especias excita la pituitaria con unas jugosas sensaciones que estimulan las glándulas salivares y son preludio del banquete que se intuye. En el preámbulo, una copa de buen vino mitiga la impaciencia de la espera.

Y luego, las expectativas del convite se cumplieron en abundancia y excelencia; la carne de la gallinácea, desarrollada y crecida en la libertad del corral, con la técnica de la sapiencia del chef, que macerando en la profusión de aromado coñac y especiando en secreto, cuasi profesional, dio un resultado magistral e insólito, no tengo palabras para definir la maravilla de sabores, ¡jamás he comido un pollo también hecho! Todo acompañó para hacer una cena de hermandad única y genial, y no me cabe duda de que el maridaje vino-carne guisada nos elevó a lo más alto del paraíso de los sabores, porque se supo conciliar lo exótico y especiado de la cocina india, canaria y mejicana con la fortaleza del laurel, el aceite de oliva y el prodigio del estupendo y abundante coñac con que acompañó el apetitoso y suculento plato fundamental de la noche: el pollo de corral al hacer de don Eduardo.

Estas fiestas, cuasi familiares, de amigos, estas meriendas que siempre se prodigaron en las bodegas, al igual que la costumbre benaventana de los chatos de vino, son sin duda un hecho social que estimula la amistad y creo que no deben perderse en nuestra ciudad. Es más, por sensatez habría que fomentarlo, aun sabiendo que siempre se acaba con comentarios personales y que, desde que nos despertaron a la política, ante la obcecación de algunos y los que se intoxican desde la televisión, hay quienes se ponen pesados; pero, por muy pesados que sean, hay que enseñarles que la amistad y el respeto está en el compartir el pan y la vida por encima de subjetividades llevadas al extremo de lo personal; estas reuniones de amigos siempre son positivas y la sangre nunca llega al río.