Quizá no sea muy perceptible, pero el cambio estructural de las familias ante la globalización es de una enorme intensidad. Las causas son varias, pero cabe citar, entre ellas, la dificultad de convivencia, la inseguridad laboral, la movilidad obligada de los hogares y la escasa capacidad financiera de muchos padres.

Frente a los datos macroeconómicos que, por suerte, apuntan a una tendencia de crecimiento tras años de recesión, hay otras cuestiones que, como digo, pasan más desapercibidas, pero que representan una involución en soportes esenciales de la sociedad occidental. Así, la familia no es ajena a una serie de influencias atomizadas y a la huella inequívoca de una larga crisis que condiciona el concepto familiar de núcleo intocable que teníamos hasta ahora. La temporalidad del empleo y los bajos salarios que sufren nuestros jóvenes mejor preparados es solo un síntoma. A lo que, indefectiblemente, hay que añadir la dispersión geográfica de los miembros de la familia por razones de trabajo o de búsqueda de empleo. Estamos, por tanto, ante un cambio que erosiona de manera sutil uno de los pilares más importantes de nuestro sistema social. Y, lo que es peor, estamos favoreciendo el individualismo y la soledad, cuando no generando inseguridad y miedo entre las nuevas generaciones para afrontar situaciones imprevistas. La consecuencia de todo esto la tenemos en la creciente ansiedad entre gente cada vez más joven, incapaz de adaptarse a las circunstancias, a las exigencias laborales y a la lejanía de los seres queridos.

Sería saludable, por ello, preguntarse si la educación aborda con atino la formación que demandan nuestros jóvenes para desenvolverse en la vida y no caer en la decepción, en la soledad y en el bloqueo. Junto a las enseñanzas tradicionales, hay que incorporar aquellas otras en materia de habilidad social y de comunicación, porque, más que un título o un currículum determinado, es más necesario formar personas capaces y felices. Y más cuando se tambalea el núcleo familiar.