Se llamaba Tomás. Era uno de los Doce. Pasó a la historia por su insistencia en no fiarse de los demás. A él le debemos la consabida frase "si no lo veo, no lo creo". Tomás significa "mellizo" y, haciendo honor a su nombre, se parecía a su maestro, estaba dispuesto a morir con y como él (Jn 11,8 ss). Con esto tuvo suficiente. No dice el Evangelio que Tomás hiciera la prueba. Llegó a comprender que no era necesario tocar: "¡Señor mío y Dios mío!"- musitó. Sublime invocación, la mayor pronunciada por labios humanos en todo el Evangelio. Pero el Señor Resucitado le reprochó: "¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto" (Jn 20, 19-29). De ahí que el objetivo del evangelista sea mostrar que quien quiera encontrar a Jesús resucitado deberá buscarlo en la comunidad, reunida por el amor; ésta es, por siempre, la verdadera aparición de Jesús al mundo, su presencia perenne en la humanidad. Tomás aprendió bien la lección. Con la comunidad, dirigida por Pedro, se lanzó a la mar a pescar. Y en el transcurso de aquella pesca de hombres ya no dudó de que Jesús vivía y estaba presente en la tarea. Solo bastaba estar dispuesto a obedecer su palabra "echad la red a la derecha de la barca y encontraréis". Para quien cree, todo es posible. "Dichosos los que crean sin haber visto".

Como Tomás, los seres humanos vivimos en medio de muchas contradicciones, incluso al interior de nosotros mismos. Hoy a partir de las lecturas del domingo se refleja el contraste entre ese valor de los primeros cristianos y la incredulidad de Tomás. El valor de los cristianos en Siria o Irak que viven su fe con fortaleza en medio de la violencia y otros cristianos occidentales más acomodados y seguros. Son dos extremos de la realidad de nuestra Iglesia. El peligro en todo esto es convertirnos en jueces de los demás y reducir el evangelio a nuestra medida. La realidad nunca es perfecta y redonda sino que apunta a un ideal.

Una fe cimentada en el "cumplimiento" se cae. La experiencia de la Resurrección que atraviesa nuestras vidas nos abre al amor, trasciende nuestras increencias, nos impulsa más allá del lugar de donde partimos, provoca "ardor en el corazón" y calidez en las relaciones humanas. No consiste en creer sin más en Jesús, sino creer como Él, en su proyecto y estilo de vida, adoptar sus propias actitudes desenmascarando todo aquello que haga que la Buena Noticia del Resucitado quede empañada por sucesos de muerte, de depresión, de injusticia y soledad, de pesimismo.