Tenía que contarlo desde dentro, así que aquí va: Tras hacerte las fotos con los hermanos del coro durante la espera en el Parador, salimos hacia Viriato. Los espectadores se percatan de tu presencia, ya vistiendo la estameña, el fajín, y la carpeta, de la mano. Enmudecen a la vez que se retiran a un lado para dejarte paso. Caminas lento, rodeando parte de la plaza a la vez que sientes cómo se clavan las miradas a tu paso. Tan solo notas el silencio y el disparo de los flashes de las cámaras. Tras dar la vuelta, enseñas tu acreditación y pasas a las gradas. Te apresuras con tus hermanos a coger la posición pensada, en el centro. Al fin, te colocas, miras a tu alrededor y piensas: "es el sitio perfecto". La vista desde arriba impresiona. Observas cómo miles y miles de personas se agolpan para escuchar nuestro canto, nuestro Miserere. Mientras esperas la llegada de la procesión, intercambias comentarios con tus compañeros: "Es quoni-am si voluisses, separado, no quoniam", "el ecce del ecce enim veritatem se pronuncia italianizado". También reconoces caras familiares entre las primeras filas del público. Bajas a saludar brevemente y vuelves a tu posición. Haces las últimas bromas con tus amigos, pero acaba reinando el silencio entre vosotros. Quieres disfrutar del momento. Comienzas a pensar. A pensar en tus seres queridos: familiares, amigos... Los que siempre están ahí. Pero sobre todo, piensas en los que ya no están. "Ojalá estuvieran aquí. Les encantaría" -te dices a ti mismo-. Surgen de la nada recuerdos de tu infancia: las tardes enteras viendo el VHS de la Semana Santa durante todo el año, tus abuelos contándote historias sobre las procesiones, la primera vez que te dejaron colocarte un caperuz, recrear con tus amigos cada una de las procesiones en los recreos? "Llevo toda mi vida admirando este momento. Y ahora estoy aquí. Es como un sueño hecho realidad". Antes de lo pensado, las luces de la plaza se apagan. Reina la oscuridad, interrumpida por el haz de luz de la luna, ya casi llena. Observas cómo los hermanos se van colocando poco a poco alrededor de Viriato y finalmente, escuchas los tambores. Llegó el momento. Se proclama un rotundo silencio en toda la plaza. Un silencio tan profundo que casi lo puedes palpar. Te levantas, y tan solo se oye el crujir de las gradas. Una vez más, te colocas la túnica y el pañuelo. Repites el tono de entrada en tu cabeza mientras colocas la partitura. Quieres que todo salga perfecto. Al fin, se encienden las luces. Al fondo, donde había tanta gente, ya no ves nada, tan solo oscuridad. Y sientes el silencio. Sobre todo el silencio. Observas al director, que se asegura de que todo está listo. Se coloca en el atril y clavas la mirada en él. Ya con los pelos de punta desde hace rato, tomas aire como nunca antes habías hecho y finalmente, da la entrada. Comienzas a cantar, y fluyen los sentimientos por tu cuerpo. "Al fin lo estoy haciendo", "tenían razón con la acústica de la plaza, parece que estás cantando tú solo delante de todo Viriato". Tras unos minutos cantando, levantas la vista de la partitura y observas cómo avanza el Yacente justo delante de ti. Una sensación indescriptible. No puedes apartar la mirada de él: ya ni hace falta mirar la partitura. Te lo sabes de memoria. Antes de darte cuenta, estás en la parte final. "Recuerda este momento" -piensas- y das las últimas notas con todo tu corazón. Se apagan las luces, y quedas de pie, inmóvil, en un vacío tremendo, porque ya has acabado; pero a la vez lleno del mejor sentimiento que pueda existir para un zamorano.

Andrés Fernández Vecilla

(Zamora)