Dos conceptos, dos formas, dos actitudes y dos momentos en los que todo ser humano se encuentra aterido y en los que su equilibrio le ayuda a salvar instantes que le amenazan por encontrar la paz.

En nuestra Semana Santa hay dos días y dos procesiones que marcan con caracteres de singularidad los valores que el conjunto de la semana significa.

Silencio en la entrega generosa ante el sufrimiento, el infortunio o la traición, silencio ante esa ruptura de la vida por el engaño o la venganza. Silencio cuando el acoso o la revancha llegan detrás de lo que uno siente, cree o practica y lleva dentro. Ese silencio que constituye la carga más pesada porque nos convierte en único depositario. Silencio ante el dolor que nos invade y nos azota y, como tal, ese silencio obligado y constante ante las aventuras de la lengua o las audacias del pensamiento. Ese eterno silencio que nos define y nos abruma a veces sin piedad, pero nos salva.

Nos separamos del silencio y quedamos con la Soledad del Sábado Santo. La imagen de una madre que nos muestra toda esa carga sentimental que la persigue, la agota y la despedaza. Y sin embargo, mantiene la entereza y la cercanía de su ejemplo y de su generosidad.

La soledad de aquella madre que nos vela y reconforta como ejemplo, nos ha dejado en la soledad del ser humano una constante referencia muy clara y ponderada a la vez, una referencia permanente de ejemplo y ayuda si la fe te acompaña.

La soledad es en la vida esa tortura que nos persigue a veces y nos alcanza algunas de ellas, un suplicio del que solo se sale imponiéndose a sí mismo esas dedicaciones o estudios con una entrega total y constante. De lo contrario nuestra derrota será definitiva.

El Silencio y la Soledad dos ídolos de nuestra Semana Santa y dos cuestiones vitales en nuestro diario vivir y ambos están tan dentro de nuestro yo que hemos de ser muy discretos con el primero y estar muy atentos ante la segunda para no abandonarnos al primer susto o sorpresa.