Llamamos suerte a las cadenas de sucesos que no controlamos y a menudo ni conocemos, y que nos afectan en positivo o en negativo: buena suerte o mala suerte. Nuestro cerebro se niega a admitir que la vida está regida por una constelación infinita de eventos, próximos o lejanos, que se nos escapan, y llenamos este vacío de control atribuyéndolo a magnitudes externas dotadas de alguna capacidad de decisión. Por eso seguimos haciendo responsable de lo que nos pasa a una metafórica diosa Fortuna, cuando no a divinidades menos metafóricas a las que se atribuye la decisión detallada sobre todo lo que sucede. Y ante las tragedias nos preguntamos: ¿por qué ha pasado? ¿Por qué le ha tocado a mi familiar tomar este vuelo y no el de antes o el de después? O al contrario: ¿por qué se ha estrellado justamente el vuelo que yo debía tomar y cambié en el último momento? ¿Quién ha dictado la condena o la absolución?

Son preguntas lógicas, que expresan el sentimiento de impotencia ante hechos terribles y dolorosos. Una impotencia que casa mal con la creencia íntima de que los humanos, como reyes de la Creación, tenemos derecho a controlarlo todo. Y es cierto que cada día controlamos más cosas, pero las probabilidades de interacción entre todas las situaciones y acontecimientos que nos afectan suman una cifra tan grande, casi infinita, que aspirar al control total es quimérico. Admitir esto es compatible con trabajar para que dicho control sea cada día un poco mayor. Y cuando sucede lo imprevisto y nos duele, no cabe rendirse, pretendiendo que todo esfuerzo es inútil porque finalmente un tal señor Azar es el dueño de todo y pasará lo que tenga que pasar, al margen de lo que hagamos. Por ese camino la Humanidad no habría llegado muy lejos.

Con persistencia, los investigadores pueden acabar identificando todos o casi todos los elementos que se han encadenado para producir un accidente como el del vuelo de Germanwings. De otros accidentes tanto o más graves se ha llegado a un conocimiento lo bastante detallado para extraer conclusiones que han contribuido a mejorar la seguridad de la navegación aérea. No es el señor Azar, son hechos, acciones humanas y realidades naturales, cuya coincidencia se puede intentar predecir con una aproximación que nunca será plena, pero que siempre debemos procurar que sea máxima. Lo que no tiene sentido, por humano que sea, es sentirse culpable por haber elegido un vuelo, un tren o una carretera, o bendecido por alguna divinidad por haber cancelado el viaje, una decisión que también responde a una cadena autónoma de hechos humanos y naturales.