La Ley de Administración Concursal, aprobada en 2003, entró en vigor al año siguiente, 2004, con la intención de convertirse en una herramienta que, por un lado, garantizara los pagos a los proveedores atrapados por la insolvencia de una empresa y, por otro, permitiera reflotar los negocios con dificultades tras un convenio con los acreedores.

La ley, es cierto, fue diseñada, en años de bonanza económica, y ha sido reiteradamente remendada durante los años de la crisis. Hasta media docena de enmiendas se han aplicado en forma de decreto, la última todavía en trámite parlamentario. Dichas enmiendas responden no solo a la adaptación de los tiempos de crisis, sino a la ineficacia demostrada en la práctica para servir a los objetivos con la que fue creada doce años atrás.

Las críticas se han sucedido desde todos los ámbitos, desde los expertos en Derecho Mercantil hasta los más directamente afectados por la norma, los propios empresarios. Y es que los resultados de la aplicación de los concursos no pueden ser más desalentadores y alarmantes: el 95% de las empresas que, como resultado de las dificultades de financiación, recurren al concurso, acaba en liquidación. En el 85% de los casos ni siquiera se intenta llegar a un convenio con los acreedores.

Son porcentajes nacionales, aplicables perfectamente a lo que ocurre en Zamora, donde los concursos declarados se han duplicado a lo largo de los últimos tres años; de los 9 declarados en 2011 a los 18 del pasado año se ha seguido una tendencia al alza mientras, por el contrario, comenzaban a atenuarse los datos a nivel nacional y regional.

El nimio porcentaje de las empresas que logran la refinanciación tiene como consecuencia la destrucción masiva de empleos que, en la provincia, ha afectado a las escasas grandes empresas que han quebrado en estos últimos años, pero también, en gran medida, a las pequeñas y medianas empresas. Justamente esta es una de las censuras que con mayor frecuencia se pueden oír desde sectores empresariales hacia la ley concursal, que se trataba de una norma pensada para las grandes firmas. Por el contrario, el salvavidas se transformaba en una rueda de molino para las pequeñas y medianas empresas, las que menos margen de negociación tenían con los acreedores principales que suelen ser los bancos, en tiempos en los que, además, el flujo crediticio brillaba por su ausencia.

Las pequeñas empresas se enfrentan, por un lado, a la falta de información sobre un proceso judicial largo en el tiempo, como consecuencia del atasco de los Juzgados y de las dificultades que van surgiendo durante lo que, para la mayor parte de los afectados, supone los últimos coletazos de vida de negocios que llegan exhaustos a esa situación. Por si fuera poco, la escasez de cultura societaria y empresarial deriva en una estigmatización de la empresa intervenida que dificulta aún más su recuperación.

Todo esto ha tenido una trascedencia mortal para economías como la zamorana que ha visto desangrarse a firmas que durante años habían realizado grandes esfuerzos de adaptación. Los expertos en Derecho Mercantil propugnan que se habiliten medidas que faciliten la venta de las concursadas a terceros como última salida antes de proceder a una liquidación donde los primeros perjudicados son aquellos cuyos puestos de trabajo quedan rescindidos y que pueden permanecer varios meses sin percibir las indemnizaciones que les corresponden.

Más penosa, si cabe, es la situación de los autónomos que ni siquiera son capaces de hacer frente al desembolso previo que entraña requerir los servicios de un abogado que defienda sus intereses. Cuando un empresario con un negocio de reducidas dimensiones, como tantos de Zamora, no es capaz de hacer frente al pago mínimo de proveedores o empleados, menos aún lo será de reunir por adelantado minutas que suman varios miles de euros. La paradójica realidad es que afrontar un concurso supone un gasto imposible de asumir para los afectados.

Otra espinosa cuestión planteada se refiere a los profesionales que se hacen cargo de la administración concursal. Desde determinados ámbitos se ha señalado lo estrecho del círculo de jueces y administradores que se hacen cargo de los concursos, menos de un 10% de un amplio colectivo, lo que ha hecho que se demande la formación específica y se extreme la selección de quienes tienen en sus manos la delicada labor de que una empresa pueda o no seguir adelante. Escándalos como el que ha afectado a un bufete madrileño cuyo titular acapara él solo el mayor número de concursos de toda España, actualmente investigado por la UDEF, en nada contribuyen a despejar posibles sospechas sobre un proceso que debería garantizar la plena transparencia ante la cantidad de intereses diversos que confluyen. Tampoco parece de recibo que los honorarios de estas personas estén directamente relacionados con la suerte, sobre todo con la mala suerte, que corran las empresas afectadas. Ni que el orden de pagos permanezca invariable en el caso de la Administración, con la Seguridad Social y Hacienda a la cabeza.

Todas estas cuestiones han llevado a que los empresarios miren hacia la figura del concurso más como la puntilla que como a una tabla que les ayude a salir del pozo. Hasta ahora, la ley concursal parece haber sido de todo menos una «ley de la segunda oportunidad». Así es como se quiere presentar la nueva reforma promovida por el ministro de Economía, Luis de Guindos, que durante los dos últimos meses ha recibido alegaciones para modificar algunos aspectos. De la corrección de la norma depende la supervivencia del tejido empresarial, una cuestión de máxima urgencia para toda España, pero especialmente para provincias como Zamora.