Alguien dirá -y con razón, desde su punto de vista-: "Este ha descubierto la pólvora". Por poco que sepamos de Historia de la Literatura, en general, y de don Miguel de Cervantes Saavedra, en particular, conoceremos su fecundidad de escritor y hasta habremos leído -una o más veces- "El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha", la obra que lo ha transformado en escritor universal y se lee en el mundo entero, porque, después de la Biblia, es la obra que ha sido más prohijada en todos los países del mundo. Pero yo no voy a ocuparme hoy de la obra escrita por Cervantes, y cuya importancia no conoció en vida. Voy a referirme al hombre Cervantes y, sobre todo, a su particularidad.

Comienza ya en el momento de su nacimiento. Es bien sabido que los personajes célebres dan lugar a encendidas disputas sobre su cuna. Tenemos el ejemplo de Colón, al que quieren hacer coterráneo en muchos lugares; sólo pensando en España. Tenemos la pretensión de hacerlo alcarreño (he leído la obra de un médico, al que conocí en Cogolludo y me dio una disertación vespertina reivindicando esa gloria para Espinosa de Henares. He oído la conferencia de un mallorquín pronunciada en la Casa de Zamora en Madrid, durante mi presidencia; en ella hacía mallorquín a Colón. Y nada digamos del señor catalán que recientemente ha querido acaparar para su región una multitud de personajes indudablemente nacidos en otros lugares de España. Sobre Cervantes, no conozco más que dos lugares en los que quieren señalarle cuna: en la comúnmente reconocida Alcalá de Henares y en el pueblecito de Sanabria que lleva su nombre. Es, al menos ingeniosa -ya que no admitida por muchos- la teoría desarrollada por don Leandro Rodríguez, quien hace nacer a Cervantes en Cervantes, pueblecillo de la región del noroeste de Zamora; y va señalando lugares precisos de la provincia de Zamora y sus contornos, en los cuales ocurrieron -según él- escenas reflejadas en la inmortal obra cervantina. En cuanto a la cuna, -ya se ve- es excepcional Cervantes: solo dos cunas en pacífica disputa.

Pero fue don Miguel de Cervantes excepcional -y hoy nos veremos obligados a reconocerlo de manera especial- en sus comportamientos a lo largo de su vida. Todos sabemos de su actividad en la batalla de Lepanto, "el acontecimiento más famoso que vieron los siglos". Yo quiero resaltar lo que pudiéramos llamar "su vida ordinaria". Para mis escasos conocimientos, el libro que más ilustra sobre la vida de Cervantes es la documentada novela, cuyo autor es el zamorano don Segismundo Luengo, que lleva por título "Catalina de Esquivias" y, en rigor, es la biografía de esa señora, esposa de Cervantes. En ese libro, se relatan, entre datos de la vida de doña Catalina, los constantes viajes de don Miguel, sobre todo a la ciudad de Sevilla, para atender a sus obligaciones de "provisor real", haciéndose acreedor -igual que lo fue su, antecesor, también insigne, Sócrates- a la consideración de "poco preocupado por los asuntos familiares". Dejando a un lado su posible desmedida afición al juego -causa muy frecuente de ruinas familiares-, la verdad es que no se parece Cervantes a las conductas de bastantes políticos o funcionarios actuales, cuyos caudales han crecido mucho más espléndidos que las plantas más frondosas de los zoológicos: Cervantes, no solo no medró con sus cargos, sino que fue el artífice de la ruina de su esposa, procedente de una familia muy acomodada en Esquivias.

Por fin quiero referirme a los avatares de la búsqueda del sepulcro de Cervantes, que, muy entusiasta por parte de los promotores y ejecutores, ha topado con dificultades, primero por parte de las autoridades eclesiásticas, celosas de la conservación del convento de las Trinitarias; y ahora, felizmente superada aquella dificultad, mediante las garantías, responsablemente exigidas, resta la autorización del Patrimonio, cuya consecución redundará a favor de los numerosísimos estudiosos, que visitarán el lugar, y del beneficio económico que las visitas turísticas, de españoles y extranjeros, proporcionarán, sin duda alguna, al mismo Patrimonio y a las Arcas del Erario Público, además -naturalmente- del convento que alberga la tumba.