Nacer y crecer en un pueblo alistano te lleva a vivir las grandezas, no exentas de penurias y sinsabores, de una tierra donde, desde la noche de los tiempos, sus hombres y mujeres, nuestros ancestros, han sabido conjugar sonrisas y lagrimas, trabajo de sol a sol y descanso, para sobrevivir con dignidad. Ser alistano y alistana lleva consigo descender, a mucha honra, de agricultores y ganaderos, muy orgullosos de que nuestros padres fueran o sean campesinos y pastores, un oficio duro, que no sabe de horarios ni de fiestas en el calendario, pero tan dignos o más que cualquiera. Pastores y zagales alistanos llevan siglos ganándose el pan de cada día cuidando sus ovejas, criando sus corderos y, porque no, pagando su tributo al ecosistema, a veces en forma de ovejas para alimentan al lobo. Juntos que no revueltos. Santa Catalina fue su protectora allá en Villarino Cebal durante siglos. Rebaño propio, devoción y jolgorio a la vera de chanfaina y lumbre. Cada verano ante la santa de Alejandría se postraban los pastores pidiéndole salud, para ellos, sus ovejas y mastines, que el lobo no le armara algún estropicio. Cada 25 de noviembre ellos ponían lazos rojos, morados y azules al cuello de Catalina para llevarlos a la batalla: que sus hijos también iban a la mili a Sidi Ifni y a luchar en guerras que casi nunca fueron las nuestras. Por mi memoria de niño alistano pasan hoy las imágenes de grandes pastores como Inocencio Calvo con el que compartí algún día de inexperto zagal y Félix el de Flores ya fallecidos. De Felipe Calvo, mi padre, Atilano Silva o Domingo Mata hoy ya camino de los noventa; Antolín Pascual y Agustín el de Fradellos. Grandes pastores y mejores personas. Ellos son solo una pequeña muestra de muchos y grandes hombres y mujeres que con la cayata de negrillo y la mochila bajo la capa parda han contribuido a escribir la insigne historia de esta tierra. Nuestros pueblos y campos necesitan a ovejas y pastores como el río al agua, fueron su pasado, son el presente y han de ser imprescindibles: nuestro futuro.